En sus bodas de oro matrimoniales
El pasado 23 de enero, a las dos de la
mañana, falleció la señora María Concepción Páez Martínez, madre de este
cronista oficial. Contaba con 93 años de edad, los cuales vivió con una salud a
toda prueba, salvo el último, en que algunas complicaciones de una fractura de
cadera terminaron con su vida.
Mi madre siempre fue una de esas personas que
por naturaleza poseen belleza, un porte distinguido y sentido de la propia
dignidad, sin afectación alguna y sin hacer menosprecio de nadie. Nació en la
ciudad de San Luis Potosí el 7 de junio de 1922.
Por su padre, D. Antonio Páez
Sánchez y su abuelo paterno, D. Rafael Páez Saavedra, mi madre procedía de una
antigua familia de terratenientes y militares de Guatemala, los
Páez-Monteseros. La familia de su madre era propietaria, desde el siglo XVIII,
de la gran hacienda e ingenio de las Tuzas, en Alaquines, San Luis Potosí,
siendo sus ancestros los Martínez-Saldierna y Moctezuma.
La revolución y el reparto agrario
cambiaron la suerte de su familia inmediata. Hubieron de migrar a Torreón a
finales de los años treinta con el objeto de obtener mejores condiciones de
vida, ya tan mermadas por los cambios revolucionarios y sociales de la época.
Aquí en Torreón conoció al que habría de ser mi padre, don Félix Edmundo Corona
de la Fuente, ingeniero originario de Monterrey y de familias norteñas de
siglos de antigüedad.
Luego de tratarse por un tiempo, unieron sus destinos y
formaron una familia de cinco hijos: Enrique Edmundo, Félix Edmundo, Elba
Olimpia (que reside en la Ciudad de México), Sergio Antonio y María Concepción [Gabriela] Corona Páez.
Mi madre siempre fue una persona con la
fortaleza de un roble y una voluntad férrea. De ella aprendí el valor de la
constancia, de la disciplina, del no quebrarse jamás ante la adversidad. Poseía
un alma de guerrero samurái. Solía decir que educaba a sus hijos para que
triunfaran en la vida, y si al final la amaban, sería ganancia. Pero la
prioridad era formarlos para triunfar.
Mi madre quedó viuda el 30 de abril de
1999, después de más de 50 años de matrimonio, y de varios más de cuidar a mi
padre enfermo. Viuda, se dedicó como siempre a su hogar, ya que como mujer muy
independiente, nunca quiso vivir en casa de ninguno de sus hijos. Cuidar sus
mascotas, mirar programas televisivos de interés (fue ella quien me despertó el
gusto por la historia), recibir a hijos y nietos, salir al cine o al café,
hacer sus compras, siempre con ese gran sentido de independencia personal.
Su
muerte fue como su vida: estoica, fuerte, sin quejas. De cara al final, frente
a frente, como el navegante que emprende viaje a sabiendas de que jamás
volverá, y sin embargo, confiado en descubrir nuevos y maravillosos mundos. Y
en su caso, por fin, al lado de mi padre.
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