Hace algún tiempo reflexionaba en mi
libro “El País de La Laguna” que al hablar de sociedades y de problemáticas del
presente debemos tener muy claro que estas sociedades reaccionan a los
estímulos y fenómenos del presente con inercias culturales, con elementos del
pasado. Es decir, sería poco atinado afirmar que el presente surge del presente
y responde desde el presente.
El presente es en realidad el escenario temporal
(en el tiempo) en el cual ocurre la interacción, amalgamación o confrontación
de inercias sociales compartidas que van muy atrás en el tiempo y en el
espacio. Sin afirmar que los contenidos culturales son inmodificables o
eternos, debemos reconocer que son características de la cultura
—particularmente en las áreas rurales o aisladas, y por lo tanto,
conservadoras— su tendencia a la perennidad, su capacidad de reproducirse a sí misma
por medio de la apropiación de las nuevas generaciones que, en sus respectivos
grupos sociales, están sometidas a su estímulo y aprendizaje.
Esta reflexión sobre el presente como
lugar de encuentro en el tiempo entre las mentalidades del pasado con las del
presente, y su consiguiente interacción y recíproco influjo, es perfectamente
aplicable al concepto de “identidad”. Podemos convenir que la identidad es una
manera de creer, de ser y de actuar ante la vida compartida por un grupo o una
comunidad. Se trata de rasgos culturales que son característicos de una
comunidad, y por lo tanto, diferenciadores.
Los habitantes de La Comarca
Lagunera nos hemos percibido a nosotros mismos de muy diversas maneras,
precisamente porque nuestra identidad se ha ido modificando a través del tiempo
y de diversos contextos sociales. Nuestra identidad ha sido dinámica. En el
Censo de Parras y su jurisdicción en 1825, el alcalde Mijares realizó un
ejercicio descriptivo del carácter de las gentes que habitaban el “país” o comarca,
y percibió una identidad que nos diferenciaba de las características culturales
de las gentes de otros lugares de la República. Su origen foráneo le ayudó a
ver con más claridad y contraste.
Durante el último tercio del siglo
diecinueve llegó el momento histórico en que esta toma de consciencia de la
propia identidad se manifestó de una manera política, como nos lo refiere el
periódico “La Bandera de Juárez” en su edición del 12 de mayo de 1873, página
2, en la cual menciona que el Sexto Congreso Constitucional iba a cerrar sus
sesiones sin haberle dado trámite a las solicitudes de algunos peticionarios.
Menciona el caso concreto de los laguneros que buscaban la creación de una
entidad federativa: “los pueblos de la Laguna en los Estados de Durango y Coahuila,
se alborotan, para exigir con las armas la creación de un Estado”.
Sin embargo, la desmembración del
antiguo territorio del País de La Laguna en nuevos municipios fue fragmentando
poco a poco la consciencia y la solidez de la vieja identidad regional. Lugares
como Torreón recibieron el impacto de la migración nacional y extranjera, de
suerte que la mentalidad regional comenzó a reconfigurarse con nuevos elementos
culturales.
Y ni qué decir del impacto tecnológico de los medios masivos
mexicanos y extranjeros en la región, principalmente en las zonas urbanas
laguneras. Aunque sobreviven algunos rasgos culturales como la apertura al
cambio y el valor del trabajo como elemento generador de riqueza, la nuestra es
una identidad cambiante, y me temo que no necesariamente para bien.
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