Escudo de Torreón

Escudo de Torreón

viernes, julio 29, 2016

El apóstol Santiago Matamoros





Como lo he descrito en mi libro “El País de La Laguna”, los tlaxcaltecas —al obedecer las voces de sus antiguos oráculos— se convirtieron en activos protagonistas de su propia historia en una continuidad histórica sin rupturas. Constituyeron el único pueblo mesoamericano que permaneció invicto antes y después de la conquista española. 
Por esta razón fue un pueblo orgulloso y sin complejos, muy consciente de su propio valor. Una alianza digna con el Emperador Carlos I de España y sus fuerzas españolas constituyó para ellos el punto de partida para una nueva configuración política como novohispanos. Y también para un mestizaje étnico y cultural de alcances insospechados, pero que estaban ya anunciados por sus antiguos dioses, como lo mencionan Muñoz Camargo, historiador de la Tlaxcala del siglo XVI, y un asombrado Bernal Díaz del Castillo.
No es de extrañar que adoptaran el cristianismo católico español con tanta sinceridad y fervor. Contaban con el permiso de sus viejas deidades. Desde el punto de vista tlaxcalteca, el anunciado Dios de los cristianos merecía ser adorado con sinceridad. Como el pueblo pragmático que era, y sin mirar atrás, dejaron a “Camaxtli”, su dios guerrero, por el Dios de los europeos. Esta voluntaria disposición al cambio les mereció un notable grado de autonomía y el ser considerados oficialmente como aliados de la Corona durante toda la era virreinal.
Desde el punto de vista de la historia de los mitos y de las mentalidades, españoles y tlaxcaltecas compartían una creencia común: el cielo estaba dispuesto a apoyar —y de hecho parecía apoyar— sus esfuerzos bélicos. De cuando en cuando, el taumaturgo apóstol Santiago Matamoros aparecía para combatir al lado de ambos pueblos hermanados.
Esta lectura de lo sagrado que irrumpe en lo profano, estaba ya presente desde las primeras batallas hispano-tlaxcaltecas contra los aliados de Moctezuma. Muñoz Camargo nos refiere que en la batalla de Cholula, antes de que el primer español entrara a la ciudad de México-Tenochtitlan: 
“Los tlaxcaltecas nuestros amigos, viéndose en el mayor aprieto de la guerra y matanza llamaban y apellidaban al Apóstol Santiago diciendo a grandes voces ¡Santiago!; y de allí les quedó que hoy en día hallándose en algún trabajo los de Tlaxcala, llaman al Señor Santiago”.
En la batalla de Otumba, los indígenas creyeron haber visto al apóstol Santiago. “En este lugar vieron los naturales visiblemente pelear uno de un caballo blanco, no le habiendo en la compañía, el cual les hacía tanta ofensa, que no podían en ninguna manera defenderse del, ni aguardalle; y ansí en memoria de este milagro, pusieron en la parte que esto pasó, una hermita del Apóstol Santiago”.

Santiago Matamoros de Viesca, Coahuila, siglo XVIII (detalle)

En el norte novohispano, el apóstol y santo guerrero era favorito para fungir como titular y protector de las poblaciones españolas y tlaxcaltecas. Santiago del Saltillo, San José y Santiago del Álamo (Viesca, Coahuila), Santiago de la Monclova, Santiago de Mapimí (Durango). Dondequiera que hubiese peligro de enfrentamientos con los indios belicosos, Santiago era un poderoso patrono, aliado y ayuda. Es muy significativo que su emblema fuera precisamente una cruz-espada.


viernes, julio 22, 2016

El Nazas y tajos a finales del siglo XVIII


El Nazas y la Laguna de Tlahualilo en 1771, por el Ing. Lafora.
El mapa muestra los dos cursos que podía tomar el Nazas, formando diferentes lagunas.

Es muy interesante analizar las actas sacramentales de la vice parroquia del Álamo de Parras (Viesca, Coahuila) cuya jurisdicción eclesiástica abarcaba la totalidad de la gran Hacienda de San Lorenzo de La Laguna, ya que no solamente contienen noticias de carácter genealógico, de estatus racial y legal, sino también de cuestiones hidrológicas. 
Durante el último tercio del siglo XVIII, dichas actas sacramentales mencionan no solamente que el curso del río Nazas iba hacia el norte, hacia Tlahualilo, sino que también mencionan los “tajos” (cauces naturales o excavados) que los marqueses de San Miguel de Aguayo aprovecharon para tomar el agua desde la Boca de Calabazas hacia sus haciendas ovejeras, para suplir el agua del río que, según el padre Gutiérrez, ya no fluía hacia el oriente. 
Se mencionan varios “tajos” como el de La Cruz o el de Río de las Nazas. Un ejemplo de lo anterior lo encontramos en la partida de bautismo de María Saturnina Tomasa Hernández Barraza, “loba” [“Lobo”, mezcla de español, indio y negro] bautizada el 29 de diciembre de 1789. 
El texto de la partida indica “que nació en el Tajo, Río de las Nazas, Laguna de Tagualilo, Rancho de San Antonio del señor marqués de Aguayo” el 30 de noviembre de 1789, como hija legítima de Francisco Hernández en la Sauceda de esta jurisdicción, Rancho de San Antonio del marqués de Aguayo, Río de las Nazas, Laguna de Tagualilo de esta jurisdicción, y de María Juliana Barraza, de San Juan de Casta, jurisdicción de Mapimí, y legítimamente casados.
“Y porque a la presente viven y habitan en el Rancho de San Antonio del marqués de Aguayo; en el Tajo Río de las Nazas, Laguna de Tagualilo desta vecindad y jurisdicción”, fueron padrinos, que la tuvieron o recibieron, Josef Alvino Chavarría del Rancho de San Antonio del marqués de Aguayo, jurisdicción de San Francisco de los Patos perteneciente al pueblo de Santa María de las Parras, y su mujer, María Michaela Peinado, de la estancia de Aguanueva, jurisdicción de la villa de Santiago del Saltillo. 
La partida bautismal la firma don Manuel Sáenz de Juangorena, capellán de la Segunda Compañía Volante de San Carlos de Parras, y "actual teniente de cura" del pueblo de San José y Santiago del Álamo. 
En partida parroquial de San José y Santiago del Álamo (Viesca) consta que el 26 de enero de 1793 se bautizó a un niño, Pedro Marcelo, “mulato”, [mezcla de español y negra] hijo de Ambrocio “Anrríquez” “mulato”, originario de Patos y de María Poncina Díaz, originaria de Patos. Nació el 16 del mismo mes, en “el Tajo de la Cruz y Rancho de San José” perteneciente al señor marqués de San Miguel de Aguayo.
En la partida de matrimonio asentada en San José y Santiago del Álamo (Viesca) del 10 de noviembre de 1794, se menciona a Juan José Serapio Sánchez, “lobo” de madre “mestiza”, originario de Patos (General Cepeda) huérfano de padre y residente en el rancho de San Antonio, “agostadero de esta jurisdicción” perteneciente al señor marqués de San Miguel de Aguayo. Casó con María de la Cruz Gómez, “mestiza” originaria de La Sauceda. Para finalizar, mencionamos que el padre Dionisio Gutiérrez afirmaba que el Río Nazas no corrió hacia el oriente por varios años.


Tsai Yüan, la villa agroindustrial


Desde el 24 de febrero de 1893 hasta el 15 de septiembre de 1907, nuestra población se llamó oficialmente “Villa del Torreón”. Dicho día de septiembre fue elevada al rango de ciudad. Sin embargo, Torreón no era cualquier villa. Era un pujante centro agroindustrial, ubicada en el cruce del Ferrocarril Central Mexicano y el Ferrocarril Internacional Mexicano. 

El Ferrocarril Internacional Mexicano en su paso por La Laguna *
Era una población de carácter agroindustrial. Algodón convertido en hilados y tejidos; su semilla, que exprimida brindaba el aceite que servía para fabricar jabones, y con cuyos residuos se alimentaba al ganado. 
Para 1910, apenas con 14 años de villa y 3 de ciudad, esta pujante población llamada Torreón contaba con un ferrocarril eléctrico, el tercero del país; dos fábricas de hilados y tejidos de algodón, una era “La Fe” con 500 operarios y un millón de pesos de la época, de capital, y la otra, “La Constancia”, con 300 operarios y un capital de cuatrocientos ochenta mil pesos. 
La joven población contaba también con una fábrica de aceites de algodón y de jabones denominada “La Unión” con 200 operarios y un capital de un millón de pesos. Había asimismo una fábrica de artefactos de ixtle, cuya razón social era “La Laguna”, con 100 operarios y un capital de doscientos mil pesos. 
Torreón contaba también con una fábrica de cerveza, que laboraba con 31 operarios y un capital de ciento cincuenta mil pesos. Existía también una fábrica de excelentes ladrillos, muchos de los cuales aún adornan las viejas construcciones citadinas de la época. Esta fábrica operaba con 150 empleados, y contaba con un capital de cien mil pesos. 
En cuestiones de metalurgia, Torreón contaba con una fundición de hierro, con 45 obreros y sesenta mil pesos de capital. En este mismo rubro entra la “Compañía Metalúrgica de Torreón”, con un capital de dos millones y medio de pesos. 
Otras fuentes de empleo eran: la fábrica de cerillos, con 69 obreros y un capital de veinte mil pesos; una fábrica de muebles que laboraba con 18 obreros y un capital de diez mil pesos; una fábrica de artefactos de madera, de 15 operarios y diez mil pesos de capital; una fábrica de bebidas gaseosas, de 20 operarios y diez mil pesos de capital. 
Recordemos que hablamos de Torreón con algunas de las factorías con que contaba en 1910. Sus capitales sumaban unos seis millones de pesos, y los obreros superaban por mucho los 1,500. 
Entre los muchos empleados de la Metalúrgica en 1906 contamos a Adolfo Barrera, contador; N.G. Bresthorton, químico; C.W. Cain, ayudante de maestro mecánico; José Elizondo, agente general; H.F. Goodjohn, ensayador; Ernesto Harmes, ingeniero superintendente, W.F. Holliday, maestro de albañiles; Martin Karg, fundidor; Ángel Lines, fundidor; Ernesto Madero, presidente de la compañía; J.H. Madam, ingeniero; C.H. Martín, maestro mecánico; Hugh Mc Callick, jefe de hornos; J. Pepper, fundidor; J. Whitehead, ensayador. 
Hortalizas chinas
Había tal generación de riqueza agroindustrial en la villa, luego ciudad de Torreón, que incluso llegó a tener nombre chino, y era este un nombre emblemático: TSAI YÜAN, “Jardín de las Verduras” por la horticultura, en la que tanto destacaron los numerosos torreonenses de origen chino. 


* Fotografía del Ferrocarril Internacional Mexicano en la Estación Mayrán, del blog del Dr. Samuel Banda. 


viernes, julio 08, 2016

Aguas y haciendas en San Lorenzo de La Laguna



El "Charco de Texas" Mapa colección Orozco y Berra, 844-25


En diciembre de 1786, fecha en que el padre Dionisio Gutiérrez, cura titular de toda La Laguna de Coahuila, con sede en Parras y viceparroquia en Álamo de Parras (Viesca) escribía su carta-informe al obispo de Durango, los marqueses de San Miguel de Aguayo contaban con tres haciendas de ovejas en la gran Hacienda de San Lorenzo de La Laguna: San José, San Juan y San Antonio.

Pero el padre Dionisio nos aclara que estas haciendas no se encontraban fijas en ciertos lugares, sino que se tenían que desplazar según cambiara el curso de las aguas del Nazas. 

Dice:

“Cuando yo entré de Cura, tenían su semestre establecimiento [medio año] en el Paraje que llaman la Sauceda; faltaron de ahí las aguas y se estableció San Juan en el Charco de Texas, y San Antonio en el antiguo San Lorenzo; faltaron las aguas de estos parajes, y este año se han establecido las tres haciendas más allá, cerca del desaguadero de Calabazas, porque se han cargado las aguas del río de Nazas a Tlahualilo, paraje situado hacia lo más interior del Bolsón para el Norte. 

Las familias de los sirvientes en estos ganados viven la temporada en jacales, porque no siendo estables las aguas no pueden hacerse edificados, y así éstas como los sirvientes se custodian por escoltas de soldados que costea el señor marqués de San Miguel de Aguayo, con cuyo auxilio y la comodidad que ofrecen los espesos bosques para esconderse los pobres pastores, se defienden en lo que se puede de los Bárbaros”.

Puesto que el padre Dionisio Gutiérrez inició su ministerio como párroco de Parras en 1764, el dato que arriba señala significa que las ovejas de los marqueses pasaban el invierno y primavera en La Sauceda. Esta región abarcaba una amplia zona que tenía su vértice sureste en el cerro “del Baicuco” (La Cuchilla) y se extendía hacia el noroeste, bordeaba la Laguna de Mayrán cerca de donde actualmente se encuentra la ciudad de San Pedro, Coahuila. 

El padre Gutiérrez continúa la narración, y dice que llegaron a faltar las aguas del río Nazas en La Sauceda, y se estableció la Hacienda de San Juan en el Charco de Texas (cerca de Matamoros, al oriente), y la Hacienda de San Antonio en el Antiguo San Lorenzo, al poniente de La Sauceda. El padre Gutiérrez describe en realidad un cambio gradual del curso del río Nazas, que dejó de correr al oriente a formar la Laguna de Mayrán para dirigirse hacia el norte, a formar la Laguna de Tlahualilo.

Por esta razón, explica, “este año” (y se refiere a 1786, ya que su carta informe lleva fecha del 31 de diciembre de dicho año) las Haciendas ovejeras de San Juan, San José y San Antonio tuvieron que desplazarse nuevamente hacia el poniente, cerca de la desembocadura del río Nazas y cerca también de la Boca de Calabazas (seguramente en lo que ahora es el municipio de Torreón). 

La razón la menciona claramente el padre Gutiérrez: “Porque se han cargado las aguas del río de Nazas a Tlahualilo, paraje situado hacia lo más interior del Bolsón para el Norte”.


El Nazas en 1781, desemboca en la Laguna de Tlahualilo, y no en la de Mayrán
Mapa del Ing. Lafora, elaborado en 1771

Continúa diciendo el padre Gutiérrez “Y de cinco años a esta parte [es decir, desde 1781] no entra una gota de agua del río Nazas a los contornos de Texas, que todo se ha cargado para el norte de Tlahualilo, como queda dicho”.


lunes, julio 04, 2016

Hipótesis y certeza histórica






Aunque el término «hipótesis» suena un tanto académico y remoto, la formulación de hipótesis es algo extremadamente cotidiano para todos nosotros, aunque no nos demos cuenta. 

Cuando pensamos: «Si le sonrío a aquella chica, se va a sonreír conmigo», estamos formulando una hipótesis predictiva, no explicativa: “si yo hago esto, va a suceder aquello”. 

Si efectivamente le sonreímos a la chica y ésta se voltea hacia otro lado con desdén, habremos comprobado que nuestra hipótesis predictiva no era correcta. Y procedemos a formular otra hipótesis, en este caso, explicativa: «Seguramente esa chica es una creída». 

De esta manera, nuestra vida transcurre llena de hipótesis, a veces mucho más trascendentales que la de cualquier investigación académica, como la del chofer del camión urbano que dice «seguro que alcanzo a atravesar la vía antes de que llegue el tren», o «esta es una simple verruga, no debe ser cancerosa».

En esencia, las hipótesis son meras afirmaciones tentativas, es decir, afirmaciones que elaboramos con base en nuestra experiencia propia, pero que deben ser comprobadas. El chofer podrá comprobar, a través de los acontecimientos, si su hipótesis era correcta, y el individuo sabrá finalmente si su verruga era o no maligna dependiendo de la presencia o ausencia de molestias y de los análisis clínicos, si llegan a ser necesarios.

Por lo general, nuestra vida transcurre entre pequeñas hipótesis cotidianas. Es nuestra manera natural de avanzar  hacia el conocimiento, de explicarnos los acontecimientos de nuestra vida y del mundo, día tras día. 

De manera semejante, en la investigación histórica la hipótesis es una afirmación apriorística que guía y le da dirección a nuestro estudio documental. Las hipótesis suelen surgir como ideas que se nos ocurren cuando revisamos los documentos del pasado: «Se me figura que pasaba esto…»,«tengo la intuición de que así funcionaban las cosas». 

Si leo el 10% de los libros de defunciones, y por lo leído afirmo que «los niños que morían en Parras en el siglo XVIII solían morir de enfermedades gastrointestinales antes de cumplir tres años de edad», habré formulado una hipótesis que tendré que comprobar o rechazar y matizar a través del estudio del 100% de los documentos que constituyen mi corpus, y no a base de charlas de café.

La ciencia avanza comprobando la veracidad o falsedad de pequeñas afirmaciones o negaciones, las cuales constituyen sólidos ladrillos para la construcción de un conocimiento más amplio. Cuando a mi estudio se le sumen las investigaciones de mortalidad infantil en el siglo XVIII en Mapimí, San Juan de Casta y Viesca, entonces las comparaciones permitirán afirmaciones mucho más amplias.

Y sumadas estas conclusiones a otras del mismo tipo y época, tendremos una imagen de cuerpo entero sobre el fenómeno de la mortalidad infantil en la Nueva España del siglo XVIII.

Por último, diremos que la ciencia histórica se interesa tanto en la comprobación como en la refutación de las hipótesis, porque ambas conclusiones generan conocimiento. Tendremos certezas de lo que fue, pero también de lo que no fue.