Como lo he descrito en mi libro “El País de
La Laguna”, los tlaxcaltecas —al obedecer las voces de sus antiguos oráculos—
se convirtieron en activos protagonistas de su propia historia en una
continuidad histórica sin rupturas. Constituyeron el único pueblo mesoamericano
que permaneció invicto antes y después de la conquista española.
Por esta razón
fue un pueblo orgulloso y sin complejos, muy consciente de su propio valor. Una
alianza digna con el Emperador Carlos I de España y sus fuerzas españolas constituyó
para ellos el punto de partida para una nueva configuración política como
novohispanos. Y también para un mestizaje étnico y cultural de alcances
insospechados, pero que estaban ya anunciados por sus antiguos dioses, como lo
mencionan Muñoz Camargo, historiador de la Tlaxcala del siglo XVI, y un
asombrado Bernal Díaz del Castillo.
No es de extrañar que adoptaran el
cristianismo católico español con tanta sinceridad y fervor. Contaban con el
permiso de sus viejas deidades. Desde el punto de vista tlaxcalteca, el
anunciado Dios de los cristianos merecía ser adorado con sinceridad. Como el
pueblo pragmático que era, y sin mirar atrás, dejaron a “Camaxtli”, su dios
guerrero, por el Dios de los europeos. Esta voluntaria disposición al cambio
les mereció un notable grado de autonomía y el ser considerados oficialmente
como aliados de la Corona durante toda la era virreinal.
Desde el punto de vista de la historia de
los mitos y de las mentalidades, españoles y tlaxcaltecas compartían una
creencia común: el cielo estaba dispuesto a apoyar —y de hecho parecía apoyar—
sus esfuerzos bélicos. De cuando en cuando, el taumaturgo apóstol Santiago
Matamoros aparecía para combatir al lado de ambos pueblos hermanados.
Esta lectura de lo sagrado que irrumpe en
lo profano, estaba ya presente desde las primeras batallas hispano-tlaxcaltecas
contra los aliados de Moctezuma. Muñoz Camargo nos refiere que en la batalla de
Cholula, antes de que el primer español entrara a la ciudad de
México-Tenochtitlan:
“Los tlaxcaltecas nuestros amigos, viéndose en el mayor
aprieto de la guerra y matanza llamaban y apellidaban al Apóstol Santiago
diciendo a grandes voces ¡Santiago!; y de allí les quedó que hoy en día
hallándose en algún trabajo los de Tlaxcala, llaman al Señor Santiago”.
En la batalla de Otumba, los indígenas
creyeron haber visto al apóstol Santiago. “En este lugar vieron los naturales
visiblemente pelear uno de un caballo blanco, no le habiendo en la compañía, el
cual les hacía tanta ofensa, que no podían en ninguna manera defenderse del, ni
aguardalle; y ansí en memoria de este milagro, pusieron en la parte que esto
pasó, una hermita del Apóstol Santiago”.
Santiago Matamoros de Viesca, Coahuila, siglo XVIII (detalle)
En el norte novohispano, el apóstol y santo
guerrero era favorito para fungir como titular y protector de las poblaciones españolas
y tlaxcaltecas. Santiago del Saltillo, San José y Santiago del Álamo (Viesca,
Coahuila), Santiago de la Monclova, Santiago de Mapimí (Durango). Dondequiera
que hubiese peligro de enfrentamientos con los indios belicosos, Santiago era
un poderoso patrono, aliado y ayuda. Es muy significativo que su emblema fuera
precisamente una cruz-espada.
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