Armas familiares del capitán Alberto del Canto, fundador de Saltillo en 1575. En este caso, el diseño rojo y plata del interior del escudo identifica a un linaje: del Canto. En cambio, el adorno sobre el escudo, el "timbre" es un yelmo con aplicaciones de oro, lo cual indica a quien lo mire, que se trata de un caballero hijodalgo.
En el País de La Laguna,
como en otras regiones del Imperio Español, la nobleza estaba constituida por
una clase social minoritaria cuyos individuos tenían en común ciertos
privilegios otorgados o reconocidos y refrendados por el Rey y sus
funcionarios, y por lo tanto legales, que se transmitían en forma hereditaria.
Es decir, el concepto
de nobleza se fundamentaba en el principio de la desigualdad social
hereditaria. En el Antiguo Régimen existían dos clases de personas: el noble,
individuo que por nacimiento disfrutaba de ciertos privilegios ante la ley. La
otra clase estaba representada por el plebeyo, individuo que también por
nacimiento pertenecía al común de la gente, sector social mayoritario carente
de privilegios. A esta diferencia cualitativa entre las personas los españoles
la denominaban “calidad”. Una persona de calidad era, invariablemente, noble.
Entre los privilegios
negativos (derecho a no...) de los nobles estaban los de no pagar impuestos y
no ser sujetos a tortura ni a ciertos tipos de encarcelamiento ni embargo.
Entre los privilegios positivos (
derecho a ...) estaba el de poseer y usar armas de nobleza, esto es, blasones,
así como el uso del “don”, que era un tratamiento de cortesía que provenía de
la palabra latina “dominus”, que significa señor de vasallos, y que se aplicaba
al que ejercía señorío o dominio sobre algo o alguien. Posteriormente se acortó la palabra a “dom” y
luego quedaría “don”. En un principio, este tratamiento era privativo de los
Reyes de España y sus hijos, pero luego se extendió a la nobleza en general. Su uso permanece hasta
nuestros días. Los nobles gozaban además la exclusividad de los cargos honoríficos,
así como de otras prerrogativas y obligaciones.
La nobleza era diferente
de la realeza, y tenía su propia jerarquía interna. No debe pensarse que todos
los nobles tenían el mismo rango o estatus. Había tres grandes grupos: a).- los
nobles que lo eran solo por su sangre; b).- los
nobles que lo eran por poseer un título hereditario y c).- los nobles
que lo eran por poseer título de “grandeza”.
Los tres grupos
mencionados tenían en común la ostentación de sus blasones, ya que desde el
“hidalgo” hasta el “grande”, todos poseían escudos de armas hereditarios, que
solía ser derecho exclusivo de la nobleza. El escudo de armas era una
representación gráfica o emblemática de un linaje o familia noble, para que su
poseedor pudiera ser identificado de una manera rápida, sencilla y segura,
particularmente en batalla (evitaba confusiones). En una época en la que el
analfabetismo era la regla, los blasones eran en ese sentido, indispensables.
El primer grupo,
conocido como “nobles hijosdalgo”, o simplemente “hidalgos”, llevan en el
nombre su definición: “hijo de algo”, que significaba “hijo de alguien” o bien
“hijo de bienes”. Se le aplicaba a todos aquellos descendientes de nobles por
línea de varón. Es en este sentido que el Rey Alfonso X —el Sabio —, legisló en
Las Siete Partidas: “Hidalguía es la nobleza que viene a los hombres por
linaje”. Por otra parte, para ser
reconocido como hidalgo, no se requería poseer ningún título nobiliario, sino
tan solo demostrar fehacientemente que se era descendiente de nobles. El
hidalgo tenía como privilegio el uso del blasón y el tratamiento de don.
El segundo grupo de la
nobleza era el que estaba formado pro aquellos que poseían un título de señor,
barón, vizconde, conde, marqués o duque, siendo este último el de mayor rango.
A este grupo se le llamaba “nobleza titulada”, a causa de los títulos que
ostentaban.
Timbres o insignias heráldicas de la nobleza con título
En el territorio de lo que actualmente es la Comarca Lagunera, solamente dos familias poseyeron títulos nobiliarios: la de los descendientes del conquistador Francisco de Urdiñola, que a fines del siglo XVII adquirieron los títulos de marqueses de Aguayo y vizcondes de Santa Olaya, y la de los condes de San Pedro del Álamo, título concedido por Felipe V en 1733, y cuyo primer poseedor fue el mariscal de campo don Francisco Valdivieso Mier y Barreda. Este don Francisco casó con doña María Josefa de Echeverz y Azlor, 3ª marquesa de San Miguel de Aguayo. Dos títulos se unieron en una sola familia, la de los Valdivieso-Echeverz. Sus posesiones abarcaban la mayor parte de la Comarca Lagunera, Coahuila y de Durango.
Francisco de Urdiñola fue un conquistador vasco del siglo XVI que fundó la hacienda de Patos (hoy General Cepeda, Coah.) la que en poco tiempo llegó a constituirse en un colosal latifundio que sus descendientes y herederos se transmitían como mayorazgo. Francisca de Valdés Alcega y Urdiñola, una de sus descendientes, casó con el capitán Agustín de Echeverz y Subiza. Este capitán, originario de Navarra, adquirió con su matrimonio una gran fortuna. Con base en sus méritos y servicios personales —para algunos, bastante discutibles— y los de su mujer y sus ascendientes, mas algo así como medio millón de maravedises, adquirió sus títulos en España.
La nobleza cotidiana en el País de La Laguna era la pequeña nobleza, formada por hidalgos descendientes de antiguos pobladores y conquistadores que generalmente eran miembros de los cabildos municipales y capitanes de milicia.
Un caso especial era el de los tlaxcaltecas, que fueron ennoblecidos por Carlos I de España (V de Alemania) como conquistadores aliados de la Corona. En 1591, siendo virrey don Luis de Velasco, vinieron al norte algunos tlaxcaltecas en calidad de colonizadores. Uno de esos grupos se estableció en Saltillo; de ahí algunos pasaron a lo que hoy designamos como Comarca Lagunera, también como colonos.
A cambio de su cooperación, el virrey les refrendó su nobleza de sangre y les confirmó todos los privilegios y exenciones propios de los hidalgos españoles. A diferencia de los demás indígenas, los tlaxcaltecas podían, como cualqier noble guerrero español, andar montados en caballo ensillado y enfrenado, poseer y usar armas, poseer tierras individualmente y enajenarlas o testar y heredarlas a sus descendientes, todo lo cual se cumplió cabalmente, si nos guiamos pro los inventarios de bienes incluidos en sus testamentos.
En el sur de Coahuila colonial, ser y permanecer tlaxcalteca no dependía de tener una pureza de sangre tal que garantizara que el origen étnico se mantuviera intacto a perpetuidad. Ordinariamente, estos tlaxcaltecas tenían ascendientes tlaxcaltecas (del Señorío de Tizatlán) pero no necesariamente todos ellos tenían que serlo, ni siquiera en proporción mayoritaria. Uno podía descender de un tatarabuelo tlaxcalteca y de otros quince tatarabuelos que no lo fuesen, y aún así, ser reconocido como tlaxcalteca, porque la línea por la que se transmitía esta condición era la línea del varón.
Por otra parte, ser tlaxcalteca era un concepto que tenía más significación cultural y legal que biológica. Eran tenidos y reputados por tlaxcaltecas, en última instancia, aquellos a los que se les reconocían los privilegios de tales, si hablamos desde la percepción española. Pero si hablarnos desde el mundo indígena, era tlaxcalteca quien había llegado con los colonos tlaxcaltecas norteños en 1591, sus descendientes, o todos aquéllos que se les habían incorporado, que vivían como ellos, y eran reconocidos legalmente por tales.
Entre los tlaxcaltecas laguneros documentados mencionaremos a don Lázaro Miguel, vecino de Santa María de las Parras y originario del pueblo de San Esteban del Saltillo, hijo legítimo de don Luis Marcos y doña Elena Luisa, también vecinos de San Esteban. Don Lázaro Miguel fundó su hogar al casarse con Petrona María, con la cual tuvo numerosa descendencia, siendo su primogénito don Mathías Bentura. Según el protocolo oficial de hidalguía del imperio español, se les designa en los manuscritos con el título de "don".
Otro caso es el del presbítero don Buenaventura Santiago de Organista, hijo legítimo de Mathías Bentura y de Ángela Mariana de la Rosa, indios tlaxcaltecas naturales de Parras. En este caso observamos que, a pesar de ser tlaxcalteca, o mejor aún, precisamente por serlo, don Buenaventura Santiago pudo estudiar la carrera eclesiástica. Entre los indígenas coloniales, este era un privilegio exclusivo de la nobleza.
En la Laguna, salvo el caso de los marqueses de Aguayo y los condes de San pedro del Álamo, no encontramos despliegues ni restos de escudos nobiliarios coloniales, mientras que en ciertas regiones de España, como Asturias y la montaña de Burgos, hasta las familias más humildes conservaban en piedra sus blasones como preciado tesoro.
El tercer grupo de la nobleza era el mas encumbrado de todos, y estaba constituído por aquellos que poseían "título de grandeza", que era el de mayor rango entre todos los títulos nobiliarios, y que, fuera de algunos virreyes, nadie poseyó en la Nueva España.
En la época colonial, la nobleza constituía una clase social que no estaba en lo absoluto cerrada, particularmente durante el reinado de los Austria. Siempre era posible ennoblecerse. Se podía alcanzar este rango por el saber; por bondad de costumbres y maneras y por hechos gloriosos.
Los virreyes, los capitanes generales, los grandes conquistadores o los mineros más afortunados podían aspirar a un título de marqués o de conde. El común de la gente se conformaba con alcanzar la nobleza de sangre, es decir, la hidalguía.
Por la Real Cédula de Nuevas Poblaciones, los Reyes de España otorgaron la nobleza de sangre a todos aquellos que se comprometieron a participar en el descubrimiento, la conquista, población o pacificación de nuevos lugares, a su propia costa. Con esto, la monarquía hispánica buscaba alentar la inmigración española y tlaxcalteca al norte del territorio colonial.
De esta manera, los primitivos pobladores del norte de México - San Luis Potosí, Zacatecas, Durango, Saltillo, Monterrey, Parras, Mapimí y muchos lugares más- adquirieron legalmente su nobleza de sangre. No obstante, con el tiempo cayó en desuso, ya que, según el derecho nobiliario entonces vigente, los nobles no debían ejercer oficios manuales ni mecánicos (limpieza de oficios).
Todos aquellos que por fuerza hubieron de dedicarse a la agricultura u otros oficios "viles", fueron olvidando su nobleza. Pero con el decreto de Carlos III del 18 de marzo de 1783, que declaraba la limpieza de todos los oficios, incluso los mecánicos o manuales, quedó abierta la posibilidad de recuperar aquella nobleza caída en desuso. De hecho, no deja de llamar la atención que tanto en el Archivo Municipal de Saltillo como en el de Monterrey, hay una muy significativa cantidad de certificaciones de limpieza y nobleza de sangre solicitadas a partir de 1785, pero no antes.