Por lo general, cuando hablamos de
corrupción, la referimos a los sectores oficiales de nuestro país. Pero rara
vez pensamos que se trata de conductas y actitudes compartidas por toda la
sociedad mexicana.
La cultura de la corrupción ya
coqueteaba con los mexicanos cuando el general Obregón, luego presidente de la
República, declaró de manera cínica que “nadie aguantaba un cañonazo de 50 mil
pesos”.
¿Que cabía esperar, pues, de los
ciudadanos comunes? El término “corruptio” denomina tanto el estado como el
proceso de descomposición, de putrefacción. La corrupción es un proceso que
afecta a un cuerpo, antes sano, y lo convierte en un amasijo de tejidos
podridos.
La metáfora, aplicada a nuestro país,
implica que un cuerpo social de sanas costumbres se transforma en algo sucio y
maloliente, como si padeciera una terrible gangrena.
Un cuerpo social saludable implica el
ejercicio de las garantías individuales, del pleno estado de derecho y de la
equidad de los ciudadanos ante la ley. Así de simple.
Una sociedad sana será
aquélla en la cual, todos sus miembros gocen los beneficios de una economía
sana en base a un estado real de derecho y no ficticio, un estado de derecho
que vele por el bienestar de toda la sociedad y no solamente de algunos
sectores privilegiados. Un estado que impida la corrupción, que castigue a los
ladrones de cuello blanco y a los defraudadores, desde el presidente hasta el
último de los ciudadanos.
Pero sabemos que los mexicanos somos
alérgicos a la legalidad y al concepto de equidad. Todos queremos ser tratados
de manera especial y ventajosa, por encima de los derechos de los demás. Y para
ello, hacemos trampa. Los casos de corrupción pueden y suelen ocurrir, lo mismo
entre las grandes constructoras que entre la fila de clientes de un banco o una
tortillería. La corrupción implica “atajos” u “oportunidades” que violentan los
derechos de terceros.
En el mundo del deporte olímpico, es muy
posible que las personas que asistan a la competencia internacional no sean
precisamente las mejor dotadas o entrenadas, sino las que tuvieron “palanca”
para conseguir apoyo oficial. Otros van por su cuenta, sin subsidio alguno.
La
cultura de la equidad implica que todos los deportistas tengan el mismo derecho
a recibir los apoyos para su preparación y entrenamiento, y para ser
considerados candidatos a viajar. Pero entonces, la medida para seleccionarlos
sería el mérito: el que desarrolle más y mejor, sería el seleccionado. Así
sucede en países que destacan deportivamente. Participan los mejores
deportistas. Por experiencia histórica, sabemos que en México no ocurre así.
La verdadera tragedia es que, como
nación, México ha optado, no por el mérito, sino por la maña. Esto es lo que
implica la cultura de la corrupción. Un porcentaje significativo de los
empleos, sea en el mundo de la política, la empresa, las artes, la cultura, los
medios de comunicación, el clero, e incluso la ciencia, no se han otorgado a
personas que llegaron ahí por sus propios méritos y capacidades profesionales,
sino más bien, por su habilidad para simular, adular, tranzar, e incluso, para
venderse.
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