La siguiente narración entra en el ámbito de las viejas leyendas regionales que han sido olvidadas por el paso de los años y por la muerte de las personas que las transmitían de generación en generación.
La gran ventaja de los archivos históricos, es que no dependen de la tradición oral, sino que, a través de sus manuscritos, podemos “escuchar” el testimonio de personas fallecidas hace siglos. El siguiente relato procede de las antiguas cartas que se conservan en el Centro de Investigaciones Históricas de la UIA-Torreón.
Durante los primeros años del reinado de Felipe III, hacia 1600, el pueblo de Santa María de las Parras, situado entre la villa de Guadiana (Durango) y la villa del Saltillo, cobraba importancia como centro de colonización. El rey anterior, Felipe II, había aprobado la siembra y explotación de viñedos, así que a la nueva población llegaban muchos españoles, oficiales y maestros en vinatería.
Fue en esta época cuando uno de esos pobres españoles avecindados en Parras, fue muerto cruelmente por los indios. Recién había terminado de prestar sus servicios como bodegonero en una hacienda cercana, y regresaba al pueblo, cuando, en cierto paraje localizado a unas siete leguas de camino (unos 28 kilómetros) lo mataron y descuartizaron los indios.
Con él iba su perro, uno que al decir de varios testigos, criaba en su casa y que era manso e inofensivo. Tras la muerte de su dueño, volvió solo al pueblo, y fue de llamar la atención que estuvo triste muchos días, a la entrada de la iglesia, sin querer probar agua ni alimento. Al decir de muchos, en el perro se había operado un cambio notable, ya que de manso que era, se tornó fiero, y no permitía que nadie se acercara a la iglesia, sobre todo si se trataba de aborígenes. Algunos dijeron que el perro clamaba así por justicia, y hasta aseguraban que el alma en pena de su antiguo dueño, atormentaba al perro.
No mucho después, los indios culpables de la muerte del español fueron capturados y condenados a la horca por disposición del Alcalde Mayor de Parras. El pregonero ordenó que toda la población se congregara para presenciar la justicia del rey sobre aquellos indios malhechores que se hacían pasar por cristianos para más fácilmente encubrir sus crímenes, pues tal era el caso.
El texto de esta crónica —escrita por un viejo indio lagunero—expresa el asombro y el temor con que la multitud aquella vio llegar al perro hasta el pie del cadalso donde iban a morir aquellos asesinos, sin importarle la multitud y sin molestar a nadie. Solamente dirigía su mirada fiera y sus amenazadores gruñidos hacia quienes habían matado a su amo, y que a su vez, estaban a punto de morir.
Una vez ajusticiados los felones, el perro hizo mudanza, y tornó a ser el animal manso que había sido siempre. Y aunque el vecindario lo alimentó por algunos meses, los feligreses de Parras no pudieron evitar que el animal se marchara al mismo paraje despoblado en donde habían matado a su amo. Ahí se echó y ahí murió, de hambre y de sed.
Decían entre sí los indios de Parras, que el alma de su dueño lo esperaba ahí para poder cruzar al más allá en su compañía, pues era bien sabido entre ellos, que solamente con la guía del perro, podía atravesar con seguridad el gran río que separa la vida de la muerte.
Los indios fueron mandados callar por las autoridades religiosas locales, por repetir historias “de su gentilidad pagana”. Fue por esa razón que la leyenda fue condenada al olvido.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario