En mis tiempos de estudiante en el
ITESO de Guadalajara, en los años setentas, el rabino de la ciudad, Aarón
Kopikis, fue uno de mis maestros universitarios. El tema de la clase era
“Pensamiento de Martin Buber”. En clase y en charlas con Aarón, me quedó claro
el concepto de “monoteísmo ético” que es una manera de expresar la naturaleza
misma del judaísmo como fe y como práctica cotidiana.
El término enfatiza la existencia de
un solo Dios, y de la manera como él desea que se le honre. Subyace en la
expresión la idea de que Dios es el creador supremo, rey soberano, dueño de
todo lo que existe, y que no necesita nada de nadie, pues lo tiene todo. Por lo
tanto, no requiere de nada que el ser humano pudiera darle.
También subyace la
idea de que, como creador y padre de la familia humana (“Avinu”, “nuestro
Padre”), desea que sus hijos se ayuden entre sí. Si a Dios no se le puede dar
nada, al hermano en necesidad sí que se puede. Y ése es precisamente el culto
que desea tener, esa sería la manera como desea ser honrado. Este aspecto
vendría a ser la dimensión ética del asunto. Un culto a la Divinidad que se
expresa en acciones éticas, acciones de filantropía.
Esta doctrina del servicio
al Padre a través del servicio a los hermanos en necesidad está muy presente en
la tradición cristiana. Dice el apóstol Santiago: “La religión pura y sin
mancha delante de Dios nuestro Padre es ésta: atender a los huérfanos y a las
viudas en sus aflicciones, y conservarse limpio de la corrupción del mundo”
(Santiago, 1: 27). Aclaro que lo anteriormente expresado constituye el ideal
judeo-cristiano. En la práctica, las cosas pueden ser muy diferentes, debido a
las limitaciones y naturaleza del ser humano.
Difícilmente podemos hablar de una correcta
dimensión ética en las relaciones de los grandes sectores de mexicanos entre
sí. Si los analizamos a partir de sus propias acciones y no de la profesión de
sus principios morales, religiosos, sociales o empresariales (es decir, si nos
fijamos no en lo que muchas personas físicas o morales dicen, sino en lo que
hacen) nos encontraremos con que su valor supremo es el propio bienestar,
incluso si hay que pasar sobre el de otros.
Por desgracia, esta realidad puede
existir también en las relaciones de gobernantes - gobernados,
empresarios - empleados, guías religiosos - grey. Para muchas personas físicas o
morales, el “otro” solamente es el medio del propio beneficio o bienestar. No
experimentan compromiso ni solidaridad con el “otro”. Les importa muy poco lo
que le pase a los demás individuos, no les duelen.
La corrupción se asocia con
quienes piensan y sienten de esta manera deshumanizada. La corrupción es una
forma de violación de la justicia. Si un mal político se apropia de fondos
públicos, está poniendo su bienestar por encima del de los contribuyentes. Se
está apropiando de algo que no es suyo, que no le pertenece.
La paradoja está en que
muchos de estos infractores del bien común son profundamente religiosos.
Consideran que “estar bien con Dios” es adularlo a través de las prácticas
rituales u ofrecer cuantiosas limosnas. Piensan que en “su relación con Dios”
nada tiene que ver su propia conducta hacia “el otro”. En cambio, a muchos
otros la divinidad no les importa en lo absoluto. Mucho menos, la humanidad.
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