De
acuerdo con la teología cristiana, la resurrección de Jesús tiene profundas
implicaciones. Significa que Cristo murió en la cruz, pero no por sus propias
culpas, sino por las de los creyentes. Y la prueba es que, una vez cumplida la
misión al morir Jesús en lugar de otros (sacrificio vicario) Dios le resucitó
de entre los muertos (cosa que no haría por un pecador) y lo glorificó,
poniendo la creación entera a sus pies.
Según
San Pablo, apóstol de los no judíos, si Jesús no hubiera resucitado, entonces
significaría que no hubo sacrificio sustitutivo, los hechos se reducirían a la
simple ejecución romana de un reo que fue aniquilado en la cruz. Sin la
resurrección, diría Pablo, “vana sería nuestra fe”.
Es por
esta razón que la pascua de resurrección tiene capital importancia en el
calendario religioso cristiano. Sin embargo, no siempre hay una consciencia
clara del significado liberador de la crucifixión. A lo largo de la historia,
se han escenificado crucifixiones que se centran más en la representación del
sufrimiento de Jesús, que en las consecuencias de tal sacrificio.
En
México, es famosa la representación de la pasión en Iztapalapa. El fenómeno de
Iztapalapa es muy interesante, porque ahí se yuxtaponen dos tradiciones
teológicas. Antes de la llegada del cristianismo, los mexica celebraban en el
Cerro de la Estrella el sacrificio humano que permitía que continuara la vida
en el mundo conocido. Efectivamente, se trataba de la fiesta del “Fuego Nuevo”,
que se celebraba cada 52 años solares. Todo fuego se apagaba en el Valle de
México, y en la noche, cuando las Pléyades llegaban al cenit, los “mensajeros
sagrados” eran sacrificados, y en sus pechos se encendía un nuevo fuego, el
cual se repartía entre todas las poblaciones del valle. Así comenzaba un nuevo
“siglo”, un nuevo período de vida.
Con la
llegada de la nueva fe, la vieja costumbre desapareció. Pero comenzó a
representarse, también en Iztapalapa, la historia de otro mensajero divino que
se sacrificó a sí mismo para que la humanidad tuviera vida y luz. Esta
representación, en su versión moderna, comenzó en 1843.
Por lo
que se refiere a la Comarca Lagunera, los misioneros dejaron constancia escrita
de que los indígenas aborígenes ya hacían representaciones de la pasión en
1603:
“Los
mozos se han ya ladinizado [castellanizado] y acuden de buena gana a la
iglesia, con cuyo ejemplo los viejos van ya entrando en las obligaciones de
nuestra Santa Fe Cristiana, de los cuales algunos se azotan la cuaresma a
vueltas de los mozos, que con mucha devoción alaban los oficios de la semana
santa, haciendo pasiones de sangre a uso de los mexicanos [mexica] y españoles”.
En los
tiempos actuales, prácticamente cada ciudad lagunera cuenta con una o más
representaciones de la pasión de Jesús. En el caso de Torreón, la más famosa es
la del Cerro y Santuario de las Noas. Según algunos registros, lleva más de 30
años de escenificaciones, con una concurrencia de más de treinta mil
espectadores.
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