Con la llegada de la cultura occidental dio
principio una nueva etapa en la historia de la región, una nueva actitud del
ser humano para relacionarse con su entorno. Esta visión resultaba incompatible
con la mentalidad de los aborígenes de la comarca. Los ancestrales habitantes de las riberas del río Nazas y de
la laguna poseían una cultura de la edad de piedra. Sus sociedades se reducían
a pequeños grupos o «rancherías», sin la posibilidad de integrar grandes
asentamientos humanos, como los de Mesoamérica, porque no conocían la
agricultura, apriori económico para el surgimiento de una ciudad y una
civilización.
Para los aborígenes cazadores y recolectores, la tierra y el agua
no eran medios de producción, sino bienes libres, sin ningún valor de cambio.
No podían percibir valores, límites, fronteras, jurisdicciones ni significados
que en su mundo cultural no existían. No podían imaginar que el agua sirviera
para otra cosa sino para beber cada quien la que quisiera. Puesto que
desconocían el uso de los metales y por lo tanto carecían por completo de
técnicas de extracción y fundición, no tenían el menor interés en explorar
yacimiento alguno. Adueñarse sistemáticamente de las aguas (salvo en tiempos de
sequía) o de las tierras o de las formaciones geológicas argentíferas les
habría parecido incomprensible.
Los colonizadores occidentales u occidentalizados
(de estos últimos, principalmente los tlaxcaltecas) representaban una manera
diferente de concebir al mundo y de relacionarse con los elementos de la
naturaleza. Ya fueran agricultores, ganaderos o mineros, compartían la noción
de la propiedad privada de los medios de producción, aunque sin desconocer o
negar la importancia de los bienes de propiedad y uso comunitarios. Poseían una
lengua común (el castellano) y la podían escribir. Se concebían a sí mismos
como miembros militantes de una sola iglesia universal y como fieles vasallos
de un imperio que ellos mismos agrandaban y defendían. Los colonos estaban al
servicio de «ambas majestades» (Dios y el Rey). Estas eran realidades que, con
la inmigración y la aculturación, echaban raíces en América. Ante una cultura
tan pujante como consistente, la de los aborígenes laguneros se diluyó sin
dejar rastro, salvo por los artefactos de interés antropológico o arqueológico.
Sobre la configuración política primigenia
de lo que ahora llamamos La Laguna, las fuentes documentales mencionan al
capitán Antón Martín Zapata como «Justicia Mayor de Las Parras y lagunas y río
de las Nasas» en 1598, lo cual implica que a la vieja alcaldía de los
«Mezquitales, Cuencamé, río de las Nazas y Laguna» se le segregaron las porciones
que correspondían a la región del «río Nazas» (San Juan de Casta), «la laguna»
en que desembocaba dicho río (San Pedro) y el valle de «Parras». De esta manera
se formó una jurisdicción administrativa diferente a la de Mezquitales y
Cuencamé, la cual quedó a cargo de un justicia mayor.
En este
territorio, los misioneros jesuitas formaron tres «partidos» dentro de la
alcaldía de «Las Parras, Laguna y Río Nazas», uno por cada región de esta
alcaldía. Se trataba de tres municipios, con pueblos de indios como sedes de
gobiernos indios. Los pueblos cabeceras de dichos partidos eran los de Parras,
San Pedro de la Laguna, y San Juan de Casta (León Guzmán, Dgo.).
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