15 de abril de 1967
9 de mayo de 1990
A medida que adquiero edad, muchas impresiones de mi infancia en
Torreón, mi ciudad natal, me vienen a la memoria. Algunos de ellos están
relacionados con el Bosque Venustiano Carranza, del cual vivía no muy lejos.
Recuerdo que los domingos, de mano de mis hermanos mayores, íbamos a comprar
unos rehiletes de madera, los cuales volaban a manera de helicópteros si uno
les daba el impulso haciendo fricción con las palmas de las manos. La persona
que los confeccionaba, que a mí me parecía ser el guardabosque, tenía grandes
botes de olorosa pintura con la cual les daba un baño de color a los
juguetitos. Un color por aspa. A la hora de volar, el movimiento circular
creaba la ilusión de monocromía.
Recuerdo que entonces, el mismo bosque se encontraba habitado por
grandes venados (quizá por mi pequeñez me parecían como caballos) que
deambulaban con toda libertad por el parque. De la mano de mi hermana mayor
(alumna del Colegio La Paz, separado del bosque por una calle) los miraba desde
una muy prudente distancia, siempre listo para emprender la carrera si el
venado se acercaba demasiado. Luego, desaparecieron de mis recuerdos del
parque. Posteriormente me enteré de que a los venados se los llevaron al rancho
de un gobernador. Al parecer, a causa de las quejas de algunos transeúntes, que
decían haber sido agredidos por los animales. La fauna del bosque cambió por
tlacuaches o zarigüeyas, perros y gatos. En los árboles, urracas o chanates,
palomas torcaces, búhos y tecolotes. Y los príncipes del canto, los cenzontles.
El cielo de los años cincuenta es algo que tengo muy grabado en mis
recuerdos. Era un cielo de un azul profundo, transparente, luminoso. Quizá sea
por ese cielo que mi color favorito sea precisamente el azul. En la actualidad,
lo usual es que nuestro cielo, el cielo de Torreón, sea terroso, humoso,
blanquecino por la infinidad de partículas de tierra y de residuos de
combustibles quemados que flotan en el ambiente, a causa de la circulación de
miles de vehículos. Por otro lado, recuerdo que las lluvias eran más
frecuentes, tanto en invierno como en verano. Probablemente mantenían más
limpio el aire, y más apretada la tierra.
El helado es un manjar exquisito en una ciudad como Torreón, donde la
temperatura de verano fácilmente pasa de los cuarenta grados Celsius. Si se
trataba de helados comerciales, había unanimidad entre los adultos, y sobre
todo entre los padres de familia, que la marca “Willy” era muy higiénica y
segura. A los niños nos daban siempre permiso de tomar helado de esta fábrica.
Era muy común que los “paleteros” recorrieran las calles de la ciudad con sus
carritos blanco y rojo de tres ruedas, haciendo sonar sus campanillas.
Bastaba escuchar esas campanitas a lo lejos, para que en cualquier
hogar con niños, se produjera un verdadero motín. Mientras uno de los niños o
adultos le gritaba al paletero que en ese hogar se le compraría mercancía, se
realizaba el reparto de monedas para los niños y los encargos de los mayores.
Paletas de agua y de crema, de variados sabores, limón, fresa y tamarindo y
vainilla las más sabrosas, de a veinte centavos cada una. Los vasitos de nieve
de agua de la misma marca, ordinariamente de exquisito limón, costaban
cincuenta centavos. La nieve de limón, de color verde pistacho, venía en un
vaso encerado, cubierto con un cuadrito de papel, acompañado de una cucharita
plana de madera. Había también vasitos de nieve de crema, igualmente deliciosa.
Los famosos “esquimales” eran paletas de nieve de crema, recubiertas de una
capa de chocolate. Venían metidos en su bolsita de papel impermeable, y eran
muy solicitados. Había algunas fuentes de sodas, algunas en kioscos, donde se
podía pedir un cuadro de nieve Willy. Este se servía cubierto con un toque de
jalea o mermelada. En estos lugares, ordinariamente se pedía también un vaso de
gaseosa, “agua celis” de diversos sabores.
Otra empresa que fabricaba nieve en Torreón, era la “Nevería Estrella”
en avenida Escobedo y calle Degollado. Era esta una nieve de agua y de crema,
de diversos sabores, batida y esponjosa. Tenía fama de ser “la más cara, pero
la más buena de Torreón” según su slogan. Y no estaba lejos de la verdad. Esta
nieve era la de las “ocasiones especiales” como las piñatas, los cumpleaños,
los días de festejar a la madre. En el mismo lugar, la Nieve Estrella contaba
con un restaurante que hizo mis delicias por mucho tiempo. Se servía ahí una
hamburguesa de res acompañada de una bola de ensalada tipo rusa, que era
riquísima. Bueno, al menos a mí y a muchos otros nos lo parecía. Desde luego,
había malteadas, Ice Cream, banana split y nieve en todas sus
presentaciones.
Entre los neveros ambulantes, se encontraban aquéllos que
confeccionaban su producto de manera artesanal, con garrafa. La nieve de “don
Goyo” era muy famosa. Solía estacionar su triciclo en la avenida Allende y
calle García Carrillo, justo en la salida del colegio conocido como
coloquialmente como “el Hispano”.
Este cronista era adicto a un helado de garrafa, sabor vainilla, que se
vendía en la esquina noroeste del ya desaparecido Mercado Villa, en calle Ramón
Corona y avenida Allende, ahora Plaza Mayor. Un “señor ya grande” (es tan
relativa la percepción de la edad cuando uno es muy joven) estacionaba ahí su
vehículo, una suerte de carreta de madera, pequeña y de dos ruedas que solía
empujar él mismo. Sobre ella iba una garrafa grande, de lámina galvanizada,
llena de nieve, la cual servía en conos fabricados con cacahuate (maní) con un
toque de jalea de fresa o frambuesa. El Colegio Mijares quedaba apenas a dos
cuadras de este lugar.
Otro tipo de helado, que en Torreón era “el helado” por antonomasia y
cuya venta se realizaba de manera ambulante, era el que se fabricaba en
pequeños conos truncos de aluminio. Siempre era de vainilla. Los había en dos
presentaciones, la más cara, con pasas integradas al helado.
Pero el rey de los helados en la Comarca Lagunera, por más de un siglo,
lo ha sido “Chepo”, cuyo establecimiento original se encontraba ubicado en la
conurbada ciudad de Lerdo, Durango. Durante muchísimo tiempo, se vendió
solamente allá. Así que había que ir a comprarla y a consumirla al Estado de
Durango.
Un paseo bastante habitual para los domingos en los años cincuentas,
era ir de Torreón a la plaza principal de Lerdo, donde se encontraba el
expendio de la nevería. Alrededor del establecimiento había mesitas y sillas
para la clientela, que solía ser excesiva. En aquellos años, era rarísimo hacer
cola (fila) para comprar alguna cosa, excepto por los boletos de los estrenos
de los cines en domingo. Y para comprar esta nieve, había que hacer colas.