Hasta el día de hoy no hay testimonio
documental que pruebe que los tlaxcaltecas laguneros hacían ofrendas a sus
muertos para el día de los fieles difuntos del calendario religioso católico.
En cambio, resulta sorprendente que contemos con el caso documentado de un
presbítero criollo, don Joaquín Ignacio Blas de Maya, que ofrendaba la tumba de
sus padres —ubicada nada menos que en el Colegio de San Ignacio de Loyola de
Parras, capital económica, política, religiosa y cultural del País de La
laguna— a la manera que lo hacían y hacen aún los purépechas de Janitzio.
Más aún, a la muerte del padre Joaquín,
otro criollo, don Juan de Urtazum, continuó la costumbre del primero por varios
años hasta que el obispo de Durango se lo prohibió por no constar por escrito
que fuese voluntad del difunto padre Joaquín que se continuara realizando dicha
ofrenda. Independientemente de si la razón del obispo para terminar con esa
costumbre era de índole económica (después de todo, la ofrenda se hacía con
dinero de la obra pía) o religiosa, este caso arroja luz sobre la manera como
los blancos, incluso los presbíteros, podían apropiarse de elementos
antropológicos e incluso teológicos que rayaban en el sincretismo religioso.
¿Pensaban que efectivamente los difuntos
volvían una vez al año para estar con sus parientes? ¿Consideraban que los
muertos se alegraban a la vista de las ofrendas colocadas sobre sus tumbas? El
simple acto de presentación de las ofrendas así lo sugiere. Las ofrendas
funerarias constituían en este caso la evidencia, la expresión tangible y
perceptible de una apropiación cultural ajena al pensamiento católico ortodoxo
de la época.
Para el año 1753 ya había muerto el
presbítero bachiller don Joaquín Ignacio Blas de Maya, quien era miembro de una
ilustre familia criolla parrense de origen vasco. Antes de fallecer había
dispuesto se fundara una capellanía sobre las dos casas y viña contigua. Casas
y viña fueron constituidas en obra pía por el superior despacho de don Salvador
Becerra y Zárate, arcediano, dignidad, juez de testamentos, capellanías y obras
pías, provisor y vicario general del obispado de Durango. Las principales
entradas en metálico para la obra pía de don Joaquín de Maya provenían de los
productos anuales de la viña: uva, vinos y aguardientes.
En 1753 era administrador de dicha obra
pía don Juan de Urtazum, otro criollo de ascendencia vascongada. Entre las
actividades y gastos que don Juan reportó haber realizado ese año, declaraba
que
“En 1º de noviembre, para el día de
finados, se pusieron en la sepultura de dicho señor bachiller 6 velas de
cera….Item para dicha ofrenda, un carnero de pie. Item, en dicho día, para
dicha ofrenda, un barril con dos arrobas y 8 cuartillos de vino”.
En 1754, don Juan de Urtazum repetía la
ofrenda de muertos en la tumba de don Joaquín de Maya. Sobre esta ocasión, que
fue el día 2 de noviembre, dice que “para la ofrenda que se puso en la
sepultura donde está enterrado dicho seños bachiller y sus difuntos padres, se
puso un tercio de harina, un carnero, un barril de vino con 2 arrobas y 8
cuartillos, y cuatro velas de cera”.
Las ofrendas para este extraño caso de
altar de muertos continuaron por varios años más. Una práctica que no arraigó
en la Comarca Lagunera virreinal, ya que no existen pruebas documentales
conocidas sobre la generalización de este tipo de sincretismo religioso, es
decir, de mezcla de lo pagano con lo católico.
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