¿Arte, o maltrato?
El pasado martes, el gobernador Rubén
Moreira promulgó la reforma de ley de Protección y Trato Digno de Animales, con
la cual quedaron desterradas las corridas de toros en Coahuila.
En un momento como el actual, en que
el país sufre los terribles impactos de la baja histórica del petróleo, la
devaluación incontrolable de la moneda (solo una economía fuerte puede tener
una moneda fuerte) y de los problemas sociales de inseguridad, corrupción
generalizada e impunidad. En un momento como éste, con una pobreza creciente,
baja brutal de los niveles de calidad de vida de la mayoría de los mexicanos…
en un momento así, habrá gente que piense que el asunto de las corridas de
toros es una verdadera nimiedad.
Un buen segmento de la población
coahuilense expresa comentarios como éstos: ¿A quién le importan los toros? ¿A
quién le importa lo que pase con los animales, si son solamente eso, animales?
“Son cosas, ni siquiera sienten”. Y como casi nadie cree que realmente se esté
tomando en serio el asunto del maltrato animal, muchos cuentan con diversas
hipótesis sobre el tema. Algunos opinan que “la prohibición consiste en una
mera distracción para la ciudadanía, para que dirija su mirada hacia asuntos
menos sensibles para el gobierno estatal”. Para otros “se trata de una venganza
política”.
Suponiendo, sin conceder, que
efectivamente la causa de la reforma a la ley fuese el afán de distraer a la
ciudadanía de otros temas realmente escabrosos, o que hubiera venganzas de por
medio, hay mucho de fondo en lo cual debemos reflexionar.
El gusto por la violencia y por el
derramamiento de sangre de humanos y de animales efectivamente puede ser parte
de una cultura. Los romanos construyeron un enorme y bien equipado coliseo (con
todas las mejoras técnicas de la época) para poder disfrutar la vista de
gladiadores destripándose unos a otros hasta morir, o bien, para presenciar el
combate entre humanos y animales, animales contra animales, e incluso, para ver
morir a los cristianos quemados, devorados por leones o destrozados por
verdugos. Y vaya que la gente aplaudía el “arte” de gladiadores y verdugos, y
todas las “suertes” que sabían hacer. Esto era parte de la cultura romana y de
su identidad como pueblo.
Los aztecas, posteriormente conocidos
como mexica, también contaban con una cultura sanguinaria, y era muy propia de
ellos, era parte de su identidad religiosa.
Pero el punto a reflexionar es el
siguiente: ¿en México debemos perpetuar una cultura sanguinaria, una cultura de
la violencia, simplemente porque es “nuestra”? Porque en este momento histórico
las desapariciones forzosas, los secuestros, la tortura, el asesinato se han
convertido en parte de nuestra cultura nacional. ¿Debemos perpetuarla
simplemente porque es nuestra?
Si las instituciones gubernamentales
no hacen respetar los derechos humanos, sería muy ingenuo pensar que con los de
los animales sería diferente. En primer lugar, debemos caer en la cuenta de que
al igual que los humanos, los animales son seres vivos que sienten el dolor
físico y que tienen emociones, sobre todo los más desarrollados. ¿Sería mucho
pedir que la ciudadanía, no el gobierno, comience a ejercer e imponer una
cultura de respeto hacia los animales evitándoles todo maltrato innecesario?
No
se trata de volvernos vegetarianos, se trata de que los animales de rastro
sufran lo menos posible a manos de los matanceros; se trata de que los choferes
no se abalancen divertidos sobre perros o gatos aterrorizados por el tráfico,
que ya no haya mascotas colgadas, quemadas vivas o apaleadas. Se trata de una
guerra contra la violencia. A nuestra cultura nacional le urge renovarse, por
nuestro propio bien.
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