Si pudiéramos
hablar de “una cultura mexicana mestiza”, es decir, aquélla resultante de la
mezcla de lo español con lo indígena, podríamos mencionar el afán del
privilegio como una de las características de los individuos que la comparten.
Estar privilegiado consiste básicamente en estar exento de una obligación cuyo
cumplimiento no pueden evitar los demás miembros de la sociedad. O bien, contar
con ventajas que no están al alcance de todos.
Muchas personas
están más deseosas de contar con inmunidad contra la ley, que de evitar las
situaciones que la transgreden. Hay muchos ciudadanos que manejan en estado
alcoholizado, poniendo en riesgo su seguridad y la de muchos otros. Pero el
peligro que generan no les importa tanto como les importaría evitar la justa
sanción, alegando que son sobrinos, compadres o amigos del secretario, del
gobernador o del presidente de la república. Ya hemos visto el ejemplo de
innumerables “ladies” que se han hecho famosas, mediáticamente, por su
prepotencia, aunque desde luego, para nada se trata de una característica de comportamiento
puramente femenina. En el mismo caso se encuentran los funcionarios que
facilitan o promueven la prostitución disfrazada de empleo.
El problema de
fondo es que la existencia misma de las leyes no es comprendida ni aceptada por
nuestro pueblo caudillista, como lo que debería de ser: una serie de normas
cuya aplicación —a todos por igual— garantizaría una mejor convivencia. Pero
desgraciadamente la ley se entiende como un obstáculo para el cumplimiento de
los propios deseos, o como un mecanismo para controlar o castigar a los
enemigos u adversarios. No existe consenso, un sentir común a todos los
mexicanos, sobre el significado e importancia del cumplimiento de las leyes.
Nuestra cultura no
siente gran respeto por las leyes. Prefiere la autoridad de un individuo. Por
eso, pocos las cumplen de buena gana. Por estas razones, muchos funcionarios
creen estar por encima de las leyes. Muchos funcionarios no se perciben a sí
mismos como servidores públicos de la ciudadanía, sino como señores de vasallos.
Aspiran a ser obedecidos, como si fuesen dueños de las instituciones. No le responden ni respetan al ciudadano
porque para ellos no fue el ciudadano quien lo convirtió en funcionario, antes
bien, en su mentalidad, el puesto que ocupan se lo deben a su partido, su
amigo, su compadre.
Es gracioso que muchos “republicanos de hueso colorado” les
hacen reverencias a los funcionarios. Una reverencia en ese contexto implica
sumisión ante la superioridad del otro. Esa genuflexión al soberano es común en
las monarquías, pero está fuera de lugar en una República como la nuestra. Pero
claro, es precisamente de los gobernantes de quienes muchos mexicanos esperan
recibir privilegios. Es importante, pues, mostrar reverencia y sumisión a la
figura de aquél de quien se espera recibir alguna gracia, y más aún, si se
espera ser contado entre los "influyentes".
Este fenómeno que
consiste en tratar de mantener la desigualdad social ante el poder era común en
las monarquías del Viejo Régimen. Por lo que podemos ver, las cosas no han
cambiado mucho desde entonces. Se trata de la misma cultura, sólo vestida de
seda republicana…
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