Entre los muchos recuerdos que la
temporada de navidad me suscita, se encuentra el penetrante aroma de aquellos
pinos canadienses que solían ponerse en venta para la ocasión, en la Alameda.
Bastaba uno solo de esos arbolitos para perfumar a bosque una casa completa. Su
adorno con esferas de colores era tradicional.
Algunos se adornaban con series
de foquitos de llama, otros con series de tubitos con burbujeante líquido de
color. Otros preferían luces traídas de los EEUU, o bien, en ciertas familias
de tradición europea, los adornos de los árboles navideños eran pequeños
candeleros con velitas encendidas, fruta, y galletas.
Era muy común que de acuerdo a cultura y
posibilidades, los adornos navideños fueran acordes a costumbres y entornos.
Muchos hogares contaban solamente con arbolitos decorados; muchos otros
contaban con arbolito y el tradicional nacimiento o belén, que representaba
diversas escenas del nacimiento de Jesús, de la visita de los pastores, ángeles
y reyes magos.
Había otras casas, por lo general de extracto popular, donde el
nacimiento era un verdadero despliegue de escenografía e iconografía que podía
ocupar habitaciones completas, y donde el aroma que prevalecía era el de
nuestra olorosa gobernadora. No era un despliegue de carácter realista, pues
las figuras no se encontraban en una sola escala. Las había de todos tamaños, sin corresponderse unas con
otras, pero eso sí, en amorosa convivencia.
Muchos otros laguneros tenían una idea
más mexicana y desértica del árbol navideño. En lugar de una conífera,
preferían usar un mezquite seco y plateado, adornado con foquitos, esferas,
escarcha, y “pelo de ángel”.
En la época que rememoro, los niños éramos
llevados por nuestros padres a “La Suiza”, esos almacenes en cuyos aparadores
se exhibían los más bonitos juguetes, los más novedosos, para motivar y e
incrementar nuestro buen comportamiento, al menos durante diciembre. Solía
haber también en sus aparadores montajes mecánicos de renos, trineos y santa
Claus que maravillaba a los niños, tanto por la ilusión que creaba, como por la
abundancia de luz y color.
Torreón era todavía una ciudad
pacífica, y uno podía recorrer el centro de noche, disfrutando del frío, de los
hot-dogs de carrito, de la vista de las estrellas en el cielo claro y del
alumbrado navideño.
En cuanto a la costumbre de instalar
nacimientos en La Laguna, inició con los
misioneros jesuitas, porque el País de La Laguna era una zona de misiones de la
Compañía de Jesús. En alguna exposición de arte jesuita de Parras (Museo
Regional de La laguna, INAH) pudimos admirar un San José y una Virgen María de
un nacimiento del siglo XVII.
Sin embargo, los ancestros de los tlaxcaltecas que acompañaron a los jesuitas en la obra misionera, habían sido evangelizados desde el primer tercio del siglo XVI por los franciscanos, y trajeron la costumbre de poner nacimientos desde San Esteban Tizatlán, en Tlaxcala. Aunque hay muchos casos documentados, cito solamente uno, el del tlaxcalteca-lagunero de Parras, Lázaro Miguel, que vivió durante la segunda mitad del siglo XVII y principios del XVIII, quien celebraba, al igual que sus contemporáneos, las "levantadas" y "acostadas" del "niño Dios" en la navidad y la candelaria. Su testamento, firmado el 3 de noviembre de 1715, declara, entre otras cosas, la propiedad de "un nacimiento con su tabernáculo [portal, pesebre] pequeño".
No hay comentarios.:
Publicar un comentario