Hace ya algún
tiempo que escuchamos acerca del término “globalifóbico”. Entendemos que —por
consenso— se aplica a aquellas personas que se oponen de una manera activa a la
“globalización”, es decir, a la hegemonía mundial de los Estados Unidos de
América y a sus métodos de dominación económica. Estos globalifóbicos, si son sinceros, luchan
contra el dominio de las economías extranjeras a costa de la nacional. O
también puede ser que luchen contra los cómplices nacionales de las economías
extranjeras. En el fondo, parece haber un fondo de nacionalismo, de
independencia de las potencias “imperiales” y también un deseo de mejorar la
calidad de vida de los connacionales.
El término
“globalifóbico” es un término peyorativo, despectivo. Evidentemente quien lo
aplicó por vez primera sabía lo que hacía. En el nombre va el desprestigio.
Globalifóbico suena a término psiquiátrico, a cosa rara, a persona enferma o
anormal. Alguien que requiere tratamiento. Quienes aplicaron ese término por
vez primera, y luego quienes lo popularizaron, trataban de desprestigiar a
quienes se opusieran a los intereses de los Estados Unidos. “Globalifóbico”
tiene cierta connotación de “terrorista”.
Pero siguiendo la
misma lógica de quienes acuñaron el término, aquellos que por interés propio
apoyan la destrucción de las economías nacionales para favorecer la economía
norteamericana, podrían ser denominados “oligofílicos” si no es que traidores.
Porque es indudable que ciertos sectores de las poblaciones nacionales, entre
ellas México, se benefician con el predominio de los Estados Unidos en las
economías locales e internacionales. Y esto a sabiendas de que la mayor parte
de los ciudadanos de los países afectados van a perder su calidad de vida como
consecuencia de dicho predominio.
Por lo tanto,
también el término “oligofílico” tiene mucho de término psiquátrico. Quien
ayuda a los extranjeros a enriquecerse y en el mismo proceso amasa riquezas o
se incrusta en el poder, constituye un
caso de psiquiatra. Es un poco como Judas, entregando lo que más ama o debiera
amar (su nación, es decir, sus prójimos o connacionales) a cambio de 30 monedas
de plata.
En lo personal,
estoy muy orgulloso de ser lagunero, coahuilense y mexicano, y mis raíces
familiares se remontan a más de cuatro siglos en el sur de Coahuila, con los
del Canto, los Montemayor, los Navarro, los González de Paredes, los Florez de
Ábrego y Florez de Valdés, los de la Fuente y todas aquellas familias que
colonizaron estas tierras cuando los “peregrinos de Plymouth” ni siquiera
habían nacido.
Estos colonos
ibéricos vinieron al septentrión de la Nueva España pensando en fundar en estas
tierras y para siempre, un hogar, un patrimonio perpetuo para sus
descendientes. Ni por asomo, ni siquiera en sus peores pesadillas, habrían
permitido la menor influencia de las colonias inglesas o francesas en sus
propios dominios, como lo atestiguan tantos documentos de archivo.
Es triste pensar
que a la vuelta de tres o cuatro siglos, muchos en México sueñan con ser
estadounidenses en tierras mexicanas. El verdadero nacionalismo parece haber
dejado de existir, por desconocimiento
de nuestra historia real, por alzheimer social (por el olvido del proyecto de
nación de nuestros abuelos) o bien, porque siempre es más redituable apostar
por el más fuerte.
Por esta razón,
porque aún hay gente a la que le puede su historia y los recursos de su patria,
se solicita el respeto de los legisladores. Porque el embate de la marea global que se nos viene encima a causa de las
reformas políticas y económicas aprobadas recientemente, va contra el bien
común, y nos afectará a todos.
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