Escudo de Torreón

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martes, abril 09, 2013

"Tentaciones " coloniales: tabaco y chocolate



Tabaco de Veracruz



Como es bien sabido, la mayor parte de las poblaciones coloniales del sur de Coahuila, entonces pertenecientes al Reino o Gobernación de la Nueva Vizcaya, fueron fundadas a finales del siglo XVI, tanto las villas, con la mayoría española, como los pueblos con indios de diversos grupos étnicos, principalmente laguneros y tlaxcaltecas.

Lo aislado de la  región  y la influencia interracial acababaron por conformar por estos rumbos una cultura original, que pudiéramos —por analogía— llamar mestiza.

Para mediados del siglo XVIII, este fenómeno era ya claramente perceptible. Los testimonios documentales nos muestran que los productos de uso cotidiano más populares y más consumidos —con base al número de unidades, lo cual no necesariamente implica un mayor volumen monetario— eran de origen indígena, a saber, el tabaco y el chocolate. 

Un interesante manuscrito del siglo XVIII conservado en el Colegio de San Ignacio de Loyola en Parras (copia en el Archivo Histórico de la UIA-Laguna) contiene un libro de cuentas de mostrador correspondiente al año del Señor de 1766. Este era llevado por el tendero de aquella población, para auxiliarse en sus operaciones comerciales.

El expediente en cuestión consiste de una serie de hojas en las que cada página fechada contiene la cuenta de un cliente, enumerando además los artículos que ha sacado de fiado y la cantidad que debe o abona.

De esta manera, podemos conocer el consumo relativo por cliente, su valor en pesos y reales, la naturaleza de las mercancías vendidas y muchos detalles más relacionados con los compradores: su posición social, sus oficios, sus hábitos de consumo y su capacidad adquisitiva, así como muchos otros aspectos de la cotidianidad del siglo dieciocho.

Por este documento sabemos que el tendero era distribuidor  no sólo de bienes tales como textiles, mercería, comestibles, aguardientes, tabacos, ropa, blancos, sino también proveedor de servicios como el de barbería, y todo por el sistema de crédito.

Pero, como mencionaba más arriba, los artículos de uso cotidiano más codiciados y consumidos eran el tabaco y el chocolate. El tabaco era un producto totalmente americano, cuyo uso quedó consignado en multitud de escritos y crónicas indígenas y novohispanas del siglo XVI, como los de Fr.  Bernardino de Sahagún y de Diego Muñoz Camargo. Estos autores nos muestran cómo el tabaco, llamado por los indígenas picietl, servía tanto como planta de uso litúrgico, es decir, en las ceremonias religiosas prehispánicas, como de estimulante corporal, ya que se declara que masticando el picietl los indígenas obtenían un mayor esfuerzo en sus tareas cotidianas.

El tabaco, que también se fumaba antes de la conquista en pipas o carrizos, admitía sus variantes regionales; así, en las Antillas, se fumaba por la nariz y no por la boca.  El Emperador Moctezuma II tenía por costumbre fumar en pipa una mezcla de picietl y liquidámbar después de comer.

El cultivo, y no sólo el consumo del picitel en el norte de la Nueva España, lo encontramos presente desde los siglos XVI y XVII.  Era uno de los regalos que los indios indómitos gustaban  recibir de manos de los colonos y conquistadores.  Algunos hacendados y encomenderos norteños lo sembraban para uso de sus propios indios encomendados o para el comercio con las poblaciones mineras de Zacatecas, ya que se cotizaba a buen precio.

Tras la conquista del sur de la Nueva España y la colonización del norte o septentrión, no sólo no desaparecieron estos hábitos tradicionales indígenas, sino antes bien, comenzaron a ser imitados por mestizos y españoles.  En los viejos documentos de poblaciones de blancos colonizadas por los tlaxcaltecas, es muy notorio cómo los primeros consumidores de tabaco eran exclusivamente indígenas.

Veamos un ejemplo: en la villa del Saltillo, en la primera mitad del siglo XVII (exactamente en junio de 1646) encontramos que el Capitán Domingo de la Fuente tenía en existencia en su tienda cuatro manojos de tabaco de Papantla y una arroba (once kilos y medio) encostalada.

En el libro de memoria de tienda del Capitán encontramos que los clientes para el tabaco eran los tlaxcaltecos Francisco Baltazar (que debía para esas fechas el importe de nada menos que 57 kilos y medio de tabaco) y Diego González, hijo de Ventura, que debía otro tanto.  

Para la época que estamos tratando —mediados del siglo XVIII— el tabaco ya no era un artículo consumido exclusivamente por los indígenas, sino que la población entera, por decirlo así y sin pretender hiperbolizar, lo fumaba.  Sólo que en las cuentas de la tiendas ya no se habla de manojos ni costales, sino de cigarros.  Y se envolvían no con hojas secas de maíz, sino con papel.

Así, encontramos que en el pueblo de Parras consumían cigarros desde el Padre Párroco hasta el tonelero. En el caso del tonelero (Parras era un pueblo con una gran industria vitivinícola) sabemos que debía dos pesos de cigarros.  Don Adamasio Adriano debía sieto pesos. Juana María debía un peso.  Alberto Martínez, cinco reales (62 centavos y medio); Juan María Mancha, un real (12 centavos y medio); el Padre Don Juan Guerrero, un peso.

De esta manera, podemos afirmar con seguridad que el hábito de fumar cigarros de tabaco envueltos en papel era ya muy común entre la población blanca, mestiza e india de la Región Lagunera desde 1766, por lo menos, y que ha continuado existiendo ininterrumpidamente hasta nuestros días.

Desde luego, los parrenses nunca se tuvieron por viciosos, ni tenían por qué hacerlo, ya que su sociedad no condenaba ni sancionaba el acto de fumar. Era socialmente aceptable y aceptado. El mismísimo juez eclesiástico, que conocía y decidía de vitae et moribus, de la recta forma de vida y de las costumbres, es decir, el Párroco, era uno de los principales fumadores del pueblo.

El estrés, la discusión y la problemática en torno al cáncer y los enfisemas, la separación de los recintos entre fumadores y no fumadores, la culpa generada por el vicio compulsivo, todos ellos son contemporáneos nuestros, y no de los despreocupados y alegres fumadores neovizcaínos.



Y para hablar del chocolate, diremos que el libro de cuentas de mostrador del tendero de Santa María de las Parras , el mismo al que nos hemos referido anteriormente, le servía para llevar registro de sus operaciones comerciales, las cuales se basaban en el sistema de crédito y, por lo tanto, en el registro minucioso de ventas, artículos, precios y cantidades. Este libro nos muestra los consumos de sus clientes para un periodo dado del año de 1766.

Uno de los mejores clientes del establecimiento era don Damasio Adriano  —a juzgar por el nombre y el don seguramente tlaxcalteca— y en su cuenta se nos hace constar que gastaba, entre otras cosas, la misma cantidad de dinero en cigarros (siete pesos) que en chocolate (siete pesos por siete libras del dulce).

Desde nuestra época de continua inflación  resulta interesante constatar que el precio del chocolate en 1766 seguía siendo el mismo que tenía en 1625; la libra —equivalente a 460 gramos— de este alimento seguía costando un peso.  Este precio era relativamente alto ya que en una misma localidad la libra de chocolate costaba lo mismo que dos carneros.  Esta comparación nos da la pauta de su valor relativo: si en la actualidad medio kilogramo de chocolate nos costara lo mismo que dos carneros, muy poca gente podría comerlo.




Doña Juana María, según cuentas de don Alejandro Barragán, consumía menores cantidades de cigarros (dos pesos) y de chocolate (otros dos pesos) que don Damasio Adriano, aunque ciertamente en la misma proporción que éste, un peso de cigarros por cada peso de chocolate.

En la cuenta correspondiente a Alberto Martínez encontramos un consumo de medio real de chocolate (28.7 gramos) y cinco reales de cigarros. Don Juan Guerrero compró una libra de chocolate (un peso) y ocho reales de cigarros (otro peso). Don Juan López consumió en esas mismas fechas doce pesos de chocolate y de cigarros, y aunque no se especifica la proporción de uno y de otro, podemos inferir por lo ya visto que sería más o menos similar  a la de los otros clientes.

Desde luego, no podemos generalizar y decir que absolutamente todo mundo tomaba chocolate.  Las cuentas muestran que algunos compraban cigarros, mas no chocolate; otros lo hacían a la inversa; otros, en cambio, preferían el aguardiente (en Parras se fabricaba un excelente aguardiente de orujo).

Lo interesante de todo esto radica en que, partir de las cantidades de dinero representadas en cada registro individual, podemos concluir que en Parras el chocolate era consumido por todas las clases sociales. Se podía comprar desde medio real (6 centavos y fracción, a crédito). Se observa que mientras mayor era el poder adquisitivo del individuo, mayor era el consumo del chocolate. Es decir, parece haber una correlación positiva entre el ingreso y el consumo de chocolate.

Otra cosa en la que debemos hacer hincapié es en que don Alejandro Barragán vendía chocolate, eso es, una mezcla ya hecha de los ingredientes que lo constituían, listo para tomarse en casa con agua o leche.  En otros lugares de la Nueva Vizcaya, como en la Villa de Santiago del Saltillo, se podían comprar —en tiendas o con mercaderes itinerantes— el cacao, el azúcar y la canela para fabricar el chocolate, o bien las tabletas de chocolate ya preparado .
En el Saltillo del siglo XVIII —población con la que Parras tenía un intenso comercio— los insumos a la venta para la elaboración del chocolate eran tres: el cacao, el azúcar (generalmente morena o de la variedad que llamaban chancaca) y canela. Estos ingredientes eran  molidos y mezclados en caliente en un metate , artefacto que no faltaba en ninguna casa, por humilde que fuera    Era una receta austera, aunque bastante popular.

Es por todos conocido que el chocolate no siempre se tomó igual, y que el gusto marcadamente sencillo de los novohispanos de lo que ahora es el sur de Coahuila no necesariamente coincidía con la sofisticación y variedad de ingredientes que utilizaban los habitantes meridionales de la Nueva España.  En realidad, el consumo y preparación de este alimento fue sufriendo un proceso de transculturación, de innovación, de mestizaje culinario y occidentalización muy activo a partir de 1519.

Una vez consumada la conquista de la Ciudad de México, los españoles peninsulares y novohispanos comenzaron a experimentar las posibilidades de la bebida, ideando diversas recetas, tanto para fines de consumo local como de comercio trasatlántico, particularmente con España, Italia y Flandes, donde pronto el chocolate fue apreciado y consumido. Los enlaces dinásticos de la rama española de la Casa de Austria pueden explicar en gran medida la difusión de la bebida desde las clases altas europeas.

Thomas Gage, viajero inglés del siglo XVII que visitó la Nueva España y que dio a la prensa en 1648 su obra intitulada  “The English-American or a New Survey of the West Indies” (Los Angloamericanos o nuevo reconocimiento de las Indias Occidentales) era un fanático del chocolate, como él mismo nos lo relata.

Gage nos da información sobre las recetas del chocolate que tanto le satisfacía, y cuáles eran los hábitos de consumo en la parte que conoció de lo que hoy es México. Y a pesar de que Gage habla en retrospectiva como un súbdito inglés y puritano ex católico que realiza labores de inteligencia en favor de una nación codiciosa y de que él percibe a la Nueva España como lugar de abundancias diabólicas, su testimonio no deja de ser interesante.  

Gage nos dice que el ingrediente básico y esencial era el cacao, oscuro o claro.  Nos dice —si hemos de creerle, que razón para dudar no hay— que algunos le ponían pimienta negra y otros chile.  Entraba en su composición, además, azúcar blanca, canela, clavo, anís, almendras avellanas, zapote, agua de azhar, almizcle, vainilla y achiote (este último para darle color).

Aunque en su origen esta mezcla de ingredientes pudo tener fines medicinales, la verdad es que Gage nos dice que estos componentes eran habituales, variando la receta sólo de acuerdo al gusto particular de cada quien.

La canela —al decir del inglés— era tenida como el mejor de todos los ingredientes que entraban en la composición del chocolate, y nadie la excluía.

Resulta sumamente extraño para los consumidores del siglo XX pensar en una bebida de chocolate picante, combinación de sabores que subsiste en el mole  .  Los chiles que podía llevar podían ser de una de cuatro variedades: piquín, tornachile, chilchotes o el chilpaleguas, este último ni muy dulce ni muy picante, siendo por ello el más usado.

En cuanto a la manera de tomarlo —según el relato del viajero— ésta variaba.  En la ciudad de México lo bebían caliente con atole y revuelto con molinillo.  Por esta noticia podemos rastrear la receta del popular champurrado.

La manera más común de preparación, siempre según Gage, era disolver una o dos pastillas de chocolate en agua caliente, batiendo con el molinillo; luego se le ponía azúcar —la necesaria— y se acompañaba con dulces o mazapanes.

Otros lo tomaban hervido en agua. En cambio, muchos indios lo tomaban frío, en agua.

El inglés enamorado de esta bebida mexicana nos relata que cuando escribió su libro llevaba doce años de consumir chocolate constantemente, y solía tomar una jícara  temprano por la mañana; otra antes de comer (entre 9 y 10 de la mañana); otra una o dos horas después de comer y una última entre 4 y 5 de la tarde.  A veces tomaba una adicional cuando deseaba estudiar por la noche ya que, según él, le mantenía despierto y fresco. 

Por todo lo anteriormente referido podemos afirmar que no existió una receta única para la fabricación y consumo del chocolate; ya que la activa experimentación del siglo XVI y XVII lo hizo evolucionar desde el ámbito de la vida cotidiana indígena, pasando por la terapéutica criolla, hasta el de la gastronomía. Mundial.

Podemos aseverar con seguridad que la receta típica del siglo XVIII para el sur de lo que ahora es Coahuila era muy sencilla: cacao, azúcar, canela, y una verdadera y deleitosa pasión por su consumo, totalmente ajena al inhibidor conteo moderno de calorías o carbohidratos, de medidas o de tallas.  En nuestro mundo moderno hemos perdido hasta la inocencia de los pequeños vicios.