La
celebración de las fiestas patrias, aunque siempre es entusiasta, me deja con
muy mal sabor de boca. El motivo principal de la celebración es la
“independencia” de México. Pero al hacer una revisión mental de la historia
financiera del país, lo que me viene a la mente es que sin independencia
económica, no existe independencia política. La intervención francesa fue en su
tiempo, un claro ejemplo de esta situación. La deuda externa de un país puede
ser el grillete que lo ate en esclavitud a su amo, sea éste un gobierno
extranjero o una institución de crédito de talla internacional. No es posible
que un país como México, con una deuda externa verdaderamente estratosférica,
celebre su “independencia” como nación “soberana”.
Las reformas energéticas
aprobadas este año por el congreso, muestran claramente cómo un país “comparte”
sus recursos con otro, por causa de insolvencia. Pemex debería ser la industria
insignia mexicana, ejemplo y orgullo de empresa nacionalista. Debería ser una
industria generadora de recursos para toda la ciudadanía. Pero pareciera que de
verdad esos recursos los hubiera “escriturado el diablo” (como decía López
Velarde) para meter “cizaña” entre los mexicanos.
Si
funcionara sin corruptelas ni impunidades, Petróleos Mexicanos podría generar
los fondos para las pensiones de los jubilados y elevar el ingreso de las
familias, y aún le sobrarían excedentes para crecer como empresa.
Pero
me encuentro con realidades diferentes. El neoliberalismo extremo ha infectado nuestras
instituciones. En la práctica, no solo Pemex, sino la nación entera funcionan
bajo un esquema patrimonialista empresarial que para nada contempla a la
ciudadanía como una comunidad beneficiaria de la riqueza del país. Es decir,
pareciera que los gobiernos nacionales aceptan cada vez más la idea de que sólo
hay gobernantes y gobernados; que los gobernantes son los “accionistas” de una
empresa llamada “México” y los gobernados, simples “trabajadores” a sueldo,
legalmente ajenos al capital y a los beneficios (excedentes) de la empresa.
Esta concepción se opone a la idea de una comunidad de ciudadanos que tienen
derecho a las riquezas de su país, por el simple hecho de ser ciudadanos.
Pienso en naciones petroleras como Kuwait, donde el 90% del empleo lo
proporciona el gobierno, y, entre otras cosas, la educación básica, media y
superior y la salud en hospitales de primerísima clase son derechos gratuitos
de los ciudadanos precisamente como beneficiarios de la riqueza petrolera. Y
vaya que México goza de más riquezas que la del petróleo. Su riqueza minera ha
sido legendaria desde la era colonial.
En
el fondo, esta visión utópica de una nación en la cual la ciudadanía percibe
los beneficios de la riqueza de su país topa con dos grandes dificultades. La
primera, la firme creencia en la desigualdad social de los mexicanos, noción
que uno pensaría que se había quedado en la era colonial. Esta idea ha sido
reforzada por el “darwinismo social” de los neoliberales. La segunda gran
dificultad es que en México realmente vivimos una cultura de la corrupción. Sin
embargo, reconocer el problema no exime a nadie de combatirlo. Al contrario,
para quien está en situación de poder, reconocer el problema debería equivaler a declararle la guerra.
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