De acuerdo a los criterios de la Real Academia Española de la Lengua, “chafa” es un adjetivo que se aplica coloquialmente en México a las cosas de mala calidad.
En este contexto, usamos primordialmente el término para calificar, no a las personas de los historiadores, sino a los relatos o los textos de historia, de mala calidad. Porque un colega que escribe, de buena fe, textos de historia, aunque éstos sean fallidos, merece respeto.
Sin embargo, existen también los “terroristas” de la historia, aquéllos que piensan que historiar consiste en establecer a sangre y fuego su muy particular, dogmática y hasta conveniente percepción de algunos hechos, para luego dedicarse a “hostigar” a todos aquellos que difieran de sus opiniones o intereses.
Estos “historiadores” suelen dedicarse a la “denuncia” de los “errores” de sus supuestos adversarios. Esta sí que resulta una visión “chafa”, además de paranoide, de lo que es el quehacer historiográfico. Este esquema de actividades y actitudes es muy común en poblaciones pequeñas, en las cuales existen personas que se erigen a sí mismos en “propietarios” de “la historia local” y que la “defienden” como cosa suya, con un encono digno de mejor causa.
Un historiador de verdad no se mide por la cantidad de exabruptos que lanza, sino por su obra académica. ¿Cuántos libros ha escrito? ¿Cuál ha sido la recepción de los foros académicos en que los ha presentado? ¿En qué congresos ha participado? ¿Cuál ha sido el dictamen de la comunidad científica en torno a sus propuestas?
Porque la historia académica no es una obra individual, sino un trabajo comunitario. Lo que una sola persona puede investigar o escribir, no tiene más valor que el de una propuesta. Es la comunidad científica la que determina el valor y sustento de la obra, aceptándola o rechazándola. Es la comunidad científica, nacional e internacional, la que cuenta con la erudición, la metodología y la capacidad crítica como para sancionar positiva o negativamente la obra del historiador individual. Se trata de un diálogo entre pares.
Por supuesto que existe la otra cara de la historia, no la científica, sino la que posee valor puramente literario. En esta se engloban los testimonios individuales y la historia de ficción. El testimonio personal tiene el valor de un testimonio, pero no de historia. No se puede elevar una experiencia personal al nivel de historia colectiva. El testimonio de los revolucionarios no coincide con el de los hacendados. ¿quién podría decir que un testimonio es verdadero y el otro falso?
Quizá el análisis de innumerables testimonios de todos los ámbitos y estratos sociales pudiera darnos una idea sobre la historia de la Revolución Mexicana.
La historia ficticia no tiene la pretensión de generar conocimientos nuevos, sino de entretener, de causar un impacto estético en el lector. Puede estar mezclada de elementos reales e imaginarios, pero nadie le asignaría valor científico.
Pero la historia verdaderamente “chafa”, es aquella que se quiere construir a base de plagios. A veces es tan fuerte el afán de figurar como historiador, que algunas personas acuden al método del robo. En su ingenuidad y mala fe, estas personas no se han dado cuenta de que, más que historia, hay historiadores. La historia no tiene existencia propia, no es una mariposa sin dueño que revolotea por los parques públicos y que cualquiera puede atrapar y reclamar como suya. Detrás de cada trabajo historiográfico serio hay un historiador serio que llevó muchas horas de investigación sistemática y de construcción de un discurso específico y muy reconocible.
Y aunque los amantes de lo ajeno crean que no se nota, la verdad es que no engañan a nadie. Los historiadores académicos saben bien quién ha escrito qué cosas. Bernal Díaz del Castillo, incorporado subrepticiamente en el texto de “Perico de los Palotes”, sigue siendo el inmortal Bernal Díaz. Y “Perico” no pasará de simple perico, mero repetidor.
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