Escudo de Torreón

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lunes, noviembre 27, 2006

¿Los indios de La Laguna colonial construian altares de muertos?

Como es bien sabido, Santa María de las Parras se fundó en 1598 bajo la figura jurídica de “pueblo”, por ser indígenas sus colonos fundadores. Las etnias que constituyeron el pueblo primigenio eran básicamente la de los tlaxcaltecas de San Esteban de la Nueva Tlaxcala [Saltillo] o descendientes suyos, y una buena porción de indios “laguneros” “agregados” de las diversas misiones o visitas jesuíticas de la región.

Los tlaxcaltecas de Saltillo y Parras provenían del área geográfica y cultural que conocemos como Mesoamérica. Estos nuevos pobladores llegaron a Saltillo en 1591, y tan sólo siete años después algunos estaban en Parras como fundadores del nuevo pueblo. Es posible que trajesen con ellos sus viejas tradiciones funerarias mesoamericanas, si bien debemos considerar que los tlaxcaltecas norteños constituyeron uno de los pueblos indígenas más occidentalizados de la Nueva España a través de un continuo proceso de aculturación —básicamente por contigüidad con criollos y españoles— que, desde luego, incluía los elementos ideológicos y litúrgicos del catolicismo español.

Hasta ahora no hay testimonio documental que pruebe que los tlaxcaltecas de Parras hacían ofrendas a sus muertos para el día de los fieles difuntos del calendario religioso católico. En cambio, resulta sorprendente que contemos con el caso documentado de un presbítero criollo, don Joaquín Ignacio Blas de Maya, que ofrendaba la tumba de sus padres —ubicada nada menos que en el Colegio de San Ignacio de Loyola de ahí mismo— a la manera que lo hacían y hacen aún los purépechas de Janitzio.
Más aún, a la muerte del padre Joaquín, otro criollo, don Juan de Urtazum, continuó la costumbre del primero por varios años hasta que el obispo de Durango se lo prohibió por no constar por escrito que fuese voluntad del difunto padre Joaquín que se continuase realizando dicha ofrenda. Independientemente de si la razón del obispo para terminar con esa costumbre era de índole económica (después de todo, la ofrenda se hacía con dinero de la obra pía) o religiosa, este caso arroja luz sobre la manera como los blancos, incluso los presbíteros, podían apropiarse de elementos antropológicos e incluso teológicos mesoamericanos.
¿Pensaban que efectivamente los difuntos volvían una vez al año para estar con sus parientes? ¿Consideraban que los muertos se alegraban a la vista de las ofrendas colocadas sobre sus tumbas? El simple acto de presentación de las ofrendas así lo sugiere. Las ofrendas funerarias constituían en este caso la evidencia, la expresión tangible y perceptible de una apropiación cultural ajena al pensamiento católico ortodoxo de la época.

Para el año de 1753 ya había muerto el presbítero bachiller don Joaquín Ignacio Blas de Maya, el cual era miembro de una ilustre familia criolla parrense de origen vasco. Antes de fallecer había dispuesto se fundase una capellanía sobre las dos casas y viña contigua. Casas y viña fueron constituídas en obra pía por el superior despacho de don Salvador Becerra y Zárate, arcediano, dignidad, juez de testamentos, capellanías y obras pías, provisor y vicario general del obispado de Durango.

En ese año de 1753, las casas tenían rentadas “un cuarto y una cocinita maltratada” a don Andrés Bello, el cual pagaba un peso de renta al mes; “un cuartito y un patiecillo corto” a don Joaquín Rodríguez, también por un peso mensual, y “un cuarto y un patio grande” a Ambrosio de Vielma, por dos pesos mensuales.

Las principales entradas en metálico para la obra pía de don Joaquín de Maya provenían de los productos anuales de la viña: uva, vinos y aguardientes.

En 1753 era administrador de dicha obra pía don Juan de Urtazum, otro criollo de ascendencia vascongada. Entre las actividades y gastos que don Juan reportó haber realizado ese año, declaraba que

"En 1º de 9[noviem]bre para el día de finados se pusieron en la zepultura de d[ic]ho S[eñ]or B[achille]r 6 v[ela]s de zera. Ytt[em] en 1º de 9[noviem]bre de 1753 a[ño]s para d[ic]ha ofrenda, un carnero en pie. Ytt[em] en d[ic]ho [día] para d[ic]ha ofrenda un varr[i]l con 2 a[rroba]s 8 q[uartillo]s de vino".

En 1754, don Juan de Urtazum repetía la ofrenda de muertos en la tumba de don Joaquín de Maya. Sobre esta ocasión, que fue el día 2 de noviembre, dice que

"En 2 de 9[noviem]bre para la ofrenda que se puso en la cepultura don[d]e está enterrado d[ic]ho S[eñ]or B[achille]r y sus difuntos padres, se puso un tercio de [h]arina, un carnero, un varril de vino con 2 a[rroba]s 8 q[uartillo]s y quatro v[ela]s de zera".

La ofrenda colocada en la sepultura donde estaba enterrado don Joaquín de Maya y sus padres se repitó el 2 de noviembre de 1755 con harina, un carnero, un barril de vino y cuatro velas de cera; en 1756 en la misma fecha se hizo igual, con 6 velas en lugar de cuatro; en 1757 se menciona que 33 pesos

"se gastaron en la ofrenda que se pusso el día de finados en la zepoltura del p[adr]e"

En 1758 la información del administrador de la obra pía nos revela que la ofrenda se colocaba en el Colegio de San Ignacio de Loyola de Parras, en donde se ubicaba la tumba del presbítero y de sus padres. Dice don Juan de Urtazum a propósito de las cuentas de dicho año de 1758

"Se rebaxan 36 p[eso]s del importe de la ofrenda que se pone en este collegio en la zepultura del B[achille]r don Juachín de Maya y sus disfuntos padres..."

En 1759 la “ofrenda anual” se colocó como los otros años, el 2 de noviembre, día “de finados”. En el apunte de 1760, se nos hace saber que el mismo presbítero don Joaquín de Maya acostumbraba colocar la ofrenda en la tumba de sus padres —que luego sería la suya— antes de morir. Escribe en sus cuentas don Juan de Urtazum sobre este punto:

"En 2 de 9[noviem]bre, para la ofrenda que se puso en la zepultura de d[ic]ho B[achille]r y de sus defuntos Padres, como tenía de costumbre, un tercio de [h]arina...10 libras de zera...un carnero...un varr[ i ]l de vino con 2 a[rrobas] 10 qq[uartillo]s".

En el año de 1761, el primero de julio, don Pedro Tamarón y Romeral, obispo de la diócesis de Durango —en cuya jurisdicción quedaba Santa María de las Parras— “visitó” los libros, ingresos, egresos y bienes de la obra pía de don Joaquín de Maya. El resultado de esta “visita” del obispo fue que:

"Se le dan las gracias p[o]r su buena administras[ió]n, cuidado y zelo en procurar su aumento, y mediante a q[u]e [h]aviendo preguntado a d[ic]ho Adminis[trado]r D[o]n Juan de Urtazun en qué se [h]avía fundado p[ar]a ofrendar todos los años las sepulturas del d[ic]ho B[achille]r D[o]n Joaquín de Maya y sus ascendientes, y respondió q[u]e p[o]r [que] éste lo hazía en su vida, pero q[u]e no dexó or[de]n ni disposición p[ar]a su continuas[ió]n, en cuia disposición cessará en poner d[ic]ha ofrenda para q[u]e con más brebedad se verifiquen los fines piadosos a q[u]e se dirixe la fundas[ió]n de d[ic]ha obra pía".

Desde luego, don Juan de Urtazum honró su palabra, y no se volvió a realizar ofrenda alguna en la tumba de don Joaquín de Maya y de sus ascendientes. Lo que hacía don Joaquín de Maya y don Juan de Urtazum, ¿era realmente una práctica individual, o más bien una práctica social? ¿Dónde se apropiaron de dichos elementos ideológicos? ¿Solía haber en Parras ofrendas a los muertos en una escala verdaderamente social? No lo sabemos. Solamente los testimonios documentales y el trabajo de los historiadores pueden ofrecernos una respuesta válida.

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