La celebración de las fiestas patrias, aunque
siempre es entusiasta, deja mal sabor de boca. El motivo principal de la
celebración es la “independencia” de México. Pero al hacer una revisión de la
historia financiera del país, lo que viene a la mente es que sin independencia
económica, no existe independencia política.
La intervención francesa por la
insolvencia del gobierno mexicano fue en su tiempo, un claro ejemplo de esta
situación. La deuda externa de un país puede ser el grillete que lo ate en
esclavitud a su amo, sea éste un gobierno extranjero o una institución de
crédito de talla internacional. No es posible que un país como México, con deudas
interna y externa verdaderamente estratosféricas, celebre su “independencia”
como nación “soberana”.
Las reformas aprobadas por el congreso,
muestran claramente cómo un país “comparte” sus recursos con otro, por causa de
las quiebras causadas por la corrupción. Pemex debería ser la industria
insignia mexicana, ejemplo y orgullo de empresa nacionalista. Debería ser una
industria generadora de recursos para toda la ciudadanía. Pero pareciera que de
verdad esos recursos los hubiera “escriturado el diablo” (como decía López
Velarde) para meter “cizaña” entre los mexicanos: corrupción, dilapidación de
recursos, impunidad, y finalmente, entreguismo al extranjero.
Si funcionara sin corruptelas ni
impunidades, Petróleos Mexicanos podría generar los fondos para las cada vez
menores pensiones de los jubilados y elevar el ingreso de las familias, y aún
le sobrarían excedentes para crecer como empresa.
Pero nos encontramos con realidades
diferentes. El neoliberalismo extremo ha infectado desde el extranjero a nuestras
instituciones. En la práctica, no solo Pemex, sino la nación entera funcionan
bajo un esquema patrimonialista empresarial –nacional y extranjero- que para
nada contempla a la ciudadanía como una comunidad beneficiaria de la riqueza
del país.
Es decir, pareciera que los gobiernos nacionales aceptan cada vez más
la idea de que sólo hay gobernantes y gobernados; que los gobernantes son los
“accionistas” de una empresa llamada “México” y los gobernados, simples
“trabajadores” a sueldo, legalmente ajenos al capital y a los beneficios
(excedentes) de la empresa.
Y para volver al tema de las fiestas
patrias, llama la atención la manera como nuestra bandera nacional ha sido
sacralizada. Ha sido convertida en un objeto tan sagrado, que no puede ser
lavado, ni remendado, sino destruido conforme a ciertas normas y rituales.
Sin embargo, debemos tomar consciencia
de que la bandera mexicana es tan solo un símbolo que representa a todos los
mexicanos, y no solamente al territorio nacional o al gobierno.
Sería muy deseable que el mismo respeto
que se le profesa a la bandera nacional (porque en efecto es nuestro emblema
patrio y lo merece) también se le profesara a la población que dicha bandera
representa. El respeto a nuestra bandera debería ser también el respeto a todos
los mexicanos por parte de las autoridades: el respeto al derecho de toda la
población para gozar de la riqueza nacional, de una buena calidad de vida, de
garantías relativas a la integridad física y jurídica -demostrar la
culpabilidad y no la inocencia-, derecho a la salud gratuita en
establecimientos dignos, derecho a un retiro oportuno y suficiente, derecho a
contar con instituciones sanas, productivas y transparentes. Pero claro, es
menos comprometedor rendir los honores a la bandera, que honrar a todo el
pueblo mexicano.
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