Se cumplió un año de los hechos de Ayotzinapa, y la nación
sigue conmocionada por un caso de desaparición forzada que continúa sin
resolver. Aunque desde las altas esferas del poder se decretó una “verdad
histórica” sobre lo sucedido para tratar de poner punto final al asunto, la
verdad es que esa “verdad histórica” no pasó la prueba científica de la
evidencia, y acabó por derrumbarse. Desde el siglo XVII, Descartes dejó muy
claro que la única prueba que vale es la evidencia. El papel desempeñado por el
Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos como grupo de investigación independiente en
torno al caso Ayotzinapa fue determinante.
La aparente actitud de negación y silencio de las
autoridades acabó por exasperar a la ciudadanía. Con la nueva información
obtenida por el GIEI, resultó evidente que no hay manera posible de deslindar
al Estado (aún por omisión) de los hechos ocurridos en Ayotzinapa, que además
no son hechos que ocurran solamente en Guerrero, sino en todo el país. De ahí
la cantidad de actos, marchas y ayunos de protesta que tales desidias y
silencios han suscitado en México y en el extranjero a lo largo de un año.
El pueblo mexicano está cansado de la inseguridad en que se
vive y del clima de falta de garantías individuales. En esta movilización
ciudadana a lo largo de un año —que es la decisión de no olvidar— es muy
interesante el papel que han jugado las redes sociales como medios de
comunicación no controlados por el gobierno. Los “voceros de la verdad” de los
grandes consorcios televisivos mexicanos, antes incuestionables, ahora son
vistos con desconfianza. La existencia del Internet, de los noticieros
independientes y de las redes sociales ha permitido romper ese monopolio de la
información oficialista “ex cátedra”, a la vez que la cuestiona y expone. A
veces con consecuencias nefastas para los comunicadores, como es el caso de
Aristegui y de otros periodistas menos afortunados.
Los Poderes de la Unión, ejecutivo, legislativo y judicial,
y en general la clase política mexicana, requieren estar a la altura de la
historia. Sus integrantes fueron elegidos para fungir como servidores públicos.
Es tiempo de que desechen viejas inercias y se hagan responsables del efectivo
cumplimiento de la ley y de la justicia. Es tiempo de acabar con las
impunidades y con las alianzas con los poderes fácticos.
La represión del pueblo ciertamente no era ni es uno de los
propósitos ni frutos de la Revolución Mexicana. Precisamente, ese movimiento
histórico inició como una lucha contra la represión y los abusos de poder de
Porfirio Díaz. El olvido de estos principios revolucionarios ha llevado a
México a una situación económica más que angustiosa a causa del derroche, de
los malos manejos, del encubrimiento, de la corrupción y del robo descarado.
Vivimos tiempos que requieren cambios, si no queremos que la nación naufrague
entre los escollos del estado fallido.
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