Escudo de Torreón

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miércoles, agosto 14, 2013

El tiempo es oro

Archivo del Centro de Investigaciones Históricas de la Ibero Torreón


Una de las grandes dificultades que muchas veces impiden justipreciar el valor de la investigación histórica en algunas instituciones científicas o de educación superior en México, es que en ellas existe un enorme prejuicio sobre la naturaleza de dicha investigación y sobre su valor relativo. 

Es muy común que los científicos o académicos de estas instituciones —formados muchas veces en las “ciencias duras”— consideren que la investigación histórica es mero “rollo”, un “pasatiempo cultural”. Para ellos, este “pasatiempo” quizá pudiera redimirse con la edición de algunos libros con funciones puramente estéticas y/o de entretenimiento. Con esta visión no es de sorprender que se considere que la historiografía debería estar englobada en el bloque institucional de las “relaciones públicas” o de la “cultura”.

Solamente alguien que haya sido formado en las ciencias sociales y que conozca la complejidad de la naturaleza de las relaciones del ser humano en comunidad puede entender el valor de la Historia como ciencia. Esta complejidad básica se manifiesta en la existencia de múltiples culturas  en el espacio y en el tiempo, pero no se trata solamente de un problema de comprensión, sino de autodefinición, como pasaremos a mostrar. 

Un historiador científico está lejos de ser un anticuario, un ser humano que encuentra placer romántico en los restos materiales o en la representación del pasado. El historiador vive en el presente, investiga en el presente y escribe para los lectores del presente. Como la de cualquier científico, su actividad puede tener dos actitudes que se corresponden con sendas vertientes profesionales: la generación del conocimiento por el conocimiento (ciencia pura) y la generación del conocimiento con fines prácticos (ciencia aplicada). 

Hay científicos que profundizan en la teoría de la historiografía,  o que buscan generar explicaciones de fenómenos del pasado aunque no tengan una conexión inmediata con algún problema del presente. Estos historiadores pueden generar conocimientos de utilidad interdisciplinaria  y también para la educación de calidad. Después de todo, suponemos que una universidad debe contribuir al desarrollo de la sociedad generando nuevos conocimientos.

El segundo enfoque, que es el que abordo en este artículo, corresponde al historiador científico que —a partir de determinados problemas  del presente— busca explicaciones de fenómenos sociales del pasado que posibiliten la solución eficaz de dichos problemas. 

Los problemas sociales que nos afectan en la actualidad pueden ser crónicos y manifestarse en circunstancias y de maneras diferentes en cada generación. Usando una metáfora diremos que la sociedad es como un paciente, y el científico social es como el médico que lo atiende. Si el médico receta un paliativo para evitar los síntomas del enfermo, éste aparentemente sana, pero no tardará en presentar los mismos u otros síntomas, porque la enfermedad sigue oculta y sin diagnóstico. 

El historiador es el científico que debe investigar el pasado del paciente para detectar las manifestaciones pretéritas de la enfermedad. Esto le permitirá la elaboración de una historia clínica y de un diagnóstico a partir de la enfermedad (no de los síntomas), y la aplicación de una terapia tan eficaz como definitiva. 

Como podemos ver, hurgar en el pasado con esta actitud tiene el fin de resolver un problema del presente. Porque el historiador es un científico que vive en el presente para mejorar el presente y el futuro. Siguiendo la metáfora, la sola elaboración de análisis clínicos del paciente (recuento de glóbulos rojos, leucocitos, plaquetas, porcentajes de lípidos, glucosa, etc.) sin una historia clínica previa y sin un científico que interprete los análisis, equivale al uso de la estadística —mera herramienta— para diagnosticar problemas sociales. No se contaría con la perspectiva que permitiría situar e interpretar los resultados en el marco de una trayectoria dinámica, como un proceso de naturaleza cultural que hunde sus raíces en el pasado, nos afecta en el presente y se proyecta hacia el futuro.  

El tiempo es dinero... y, en un sentido muy real, sucede lo mismo con la historia: una adecuada inversión para la investigación científica de un fenómeno social en el tiempo, también es oro. Proporciona diagnósticos que abren el camino a soluciones reales. Evita los desembolsos recurrentes que solo sirven para mitigar síntomas (en el mejor de los casos). 

Escribir historia científica no es un pasatiempo de ancianos llenos de recuerdos, añoranzas o intereses políticos. Hacer historia es investigar para demostrar, con una metodología válida, cómo ciertos fenómenos de las sociedades del pasado impactan en las conductas o fenómenos sociales de nuestro presente, para bien o para mal. Los fenómenos históricos de larga duración condicionan y pueden comprometer el establecimiento de un desarrollo sustentable. ¿Cómo prometerle a nuestro paciente un futuro saludable a sabiendas de que solamente le curamos los síntomas del momento? 

Como decía al principio, también la autodefinición y las propias expectativas cuentan. En México, por desgracia, existe una cultura del “tercermundismo”. Muchas veces sucede que no nos consideramos capaces de generar conocimientos o tecnología como lo hace el “primer mundo”, ni contamos con presupuestos como los de las naciones que lo constituyen. Tal vez. Pero la investigación histórica científica la requiere hasta la nación más pobre con el objeto de entender por qué existen y cómo han evolucionado sus problemas económicos, sociales, religiosos, educativos, etc. hasta el día presente. Hecho esto, los problemas pueden resolverse con eficacia y sin dispendios. 

A la vista de la crisis múltiple que padecen México y otras naciones latinoamericanas, lo más económico es la eficacia. Time is money...

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