Cuando era niño, en la década de los cincuentas, solía comprar bolitas de chicle “Totito”. Estas venían envueltas en un papel transparente impreso, una especie de celofán, cuyos colores eran azul, blanco y rojo. Y claro, con la imagen al centro de “Totito”, cuya identidad jamás pude averiguar. Pero bien pudiera ser que, camino a la tienda, estanquillo o tabarete, cambiara de opinión, y me decidiera más bien por una galleta “marina”. Me llamaba mucho la atención que se le llamaran “galletas”, pues no estaba hecha a base de harina, sino de cacahuate. Era una especie de oblea rígida, color café quemado, con una cara rugosa y la otra muy lisa y brillante. Pero eso sí, una deliciosa golosina. ¿Qué tenían en común el chicle “Totito” y la galleta “Marina”? Pues el precio. Ambas costaban lo mismo, cinco centavos, “un cinco”. O sea, la vigésima parte de un peso. Durante mi niñez, las monedas de cinco centavos tenían apellido: se les llamaba “josefitas” porque en el anverso portaban el perfil de doña Josefa Ortiz de Domínguez. Las había de dos tamaños, chicas y grandes. Las chicas, que brillaban porque eran de latón, eran “las nuevas” (1970-1976) y las grandes, las “viejas” (1942-1955) estaban hechas de bronce y eran opacas.
Un refresco que me encantaba tomar era el “Squeeze” (escuís), distribuido entonces por la Coca Cola. Lo había de limón, de naranja y de manzana (al menos son los sabores que recuerdo). La botella más antigua se caracterizaba por su estructura de prismas. Las botellas más nuevas eran curvilíneas. Este refresco costaba solamente diez centavos, es decir, dos josefitas, o bien, una moneda de a diez, un “diez”. Pero ya en los cincuentas, la moneda de diez era escasa, y por lo que a mí se refería, fea. Estaba hecha de cuproníquel, y se acuñó de 1936 a 1946. No me agradaban los motivos aztecas que la adornaban.
La moneda de veinte centavos era, para los niños, la más usada, creo yo. Muchos supimos de la existencia la ciudad de los Dioses, Teotihuacán, y de su pirámide del Sol, precisamente porque aparecía representada en la moneda de veinte centavos. Veinte centavos costaba una llamada telefónica en una caseta pública. Del peculiar ruido que hacía la moneda al caer al depósito del teléfono público, surgió la expresión “caerle a uno el veinte”. Porque no era hasta que caía el “veinte”, que se establecía la comunicación (o comprensión del mensaje). En algunos barrios populares, cuando inició la transmisión televisiva en Torreón, las señoras que tenían telerreceptor cobraban un “veinte” por dejar entrar a los vecinos a conocer el “maravilloso” invento. Era como una función de cine en casa, con el “ligero” problema de que la programación era muy escasa, y el horario de transmisión, mínimo. Aún así, mucha gente pagó su “veinte” para disfrutar un rato de la “asombrosa” innovación tecnológica.
Un “veinte” costaba una pieza de pan francés o de azúcar. Lo mismo costaba lanzar la canica en las “ruletas” de los churreros. Uno no perdía nada, ya que se garantizaba un “veinte” de churro azucarado. Pero si ganaba, podía ganar un peso de churro, o más. A estos churreros se les veía siempre fuera de las escuelas y colegios. Veinte centavos costaba también abordar un “carrito” de la ruta.
La moneda que le seguía en valor al “veinte” era la muy conocida “peseta”, es decir, la moneda de veinticinco centavos. Era de color plateado, y ostentaba la balanza de la igualdad. Se usaba mucho para comprar 5 artículos de 5 centavos, o bien, uno cuyo valor total fuera ése, precisamente. En lo personal, yo no recuerdo un solo artículo de ese precio.
Por lo general, los refrescos grandes que se vendían en la Comarca Lagunera, como la Coca Cola, la Pepsi Cola, el Squirt, Jarritos, Barrilitos, Pep, Del Valle, Ginger Ale, costaban menos de cincuenta centavos, por lo que se solían pagar con un “tostón”, es decir, con la moneda de 50 centavos. Esta moneda representaba a Cuauhtémoc, y era de bronce. La Coca Cola dominaba el mercado y el gusto urbano, mientras que la Pepsi Cola era más del gusto rural, y de las clases más populares. Yo recuerdo que era el refresco preferido de los albañiles, quienes se referían a esta bebida gaseosa (o “soda”) como “la pecsi”.
El peso podía ser metálico, o de papel, ya que durante mi infancia, el billete de un peso era de lo más común. Había una gran diferencia entre un billete nuevo y uno ya usado. El billete nuevo tenía cierta rigidez y una textura inconfundibles. Daba gusto sentir la marcada textura de los billetes de aquellas épocas, y a veces, hasta los aromas de las tintas. Pero un billete de un peso ya usado, tenía una apariencia muchas veces, lamentable. Enrollado y arrugado, sucio y fofo, daba hasta pena manejarlo. La moneda de un peso era de plata, y estuvo vigente durante mucho tiempo. Estaba adornado con la efigie de Morelos.
A finales de los cincuentas y principios de los sesentas, un kilo de pulpa (carne de res) costaba como dieciocho pesos, y un kilo de filete de mero, diez pesos. Las tortillas, dos pesos cuarenta centavos el kilo. Este era el mismo precio para las cajetillas de cigarros Raleigh, que eran de las más caras.
En un segundo artículo, trataré de las monedas y billetes que eran de mayor denominación que la del peso.
Sin embargo, y para terminar con esta primera parte, quiero recordar que, desde 1993, cada peso actual representa mil de aquéllos de los que he estado hablando. En otras palabras, que la inflación ha sido tan avasalladora, que el valor actual de una pieza de pan, cuatro pesos, en realidad equivale a cuatro mil de aquéllos pesos. Si hubiéramos tenido entonces cuatro mil pesos, hubiésemos comprado veinte mil piezas de pan. ¿Qué le parece?
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