Los lectores de esta crónica se habrán dado cuenta desde hace tiempo, de que el personaje central de ella es la sociedad misma de Torreón. Cuando protesté ejercer mi cargo de Cronista ante el Cabildo Municipal, prometí que mi actividad como tal serviría a todos los torreonenses, cualquiera que fuera su clase social, convicción política o credo religioso.
De ahí que mi crónica tenga un carácter más antropológico, más orientado hacia los fenómenos sociales, es decir, aquéllos que son compartidos por grupos (mayoritarios o minoritarios) de torreonenses. En este rubro entran los orígenes de nuestra identidad, como laguneros y como torreonenses, los orígenes de nuestra ciudad y de nuestra cultura y mentalidad local, la historia de las cosas de la vida cotidiana (desde los vocablos tlaxcaltecas como “moyote” hasta la tortilla de harina, los multicentenarios dulces regionales y “la reliquia”).
Y claro, entran también en esta crónica los hechos socialmente relevantes que afectan la vida cotidiana de nuestros conciudadanos. La violencia, la crisis económica, la oferta artística de la ciudad, la política estatal y nacional, etc. En la misma categoría entra la descripción de las costumbres locales, con el objeto de que quede registro del mundo que forjamos y habitamos los torreonenses.
Una costumbre muy extendida en La Laguna –y seguramente en buena parte de México es la del chismorreo. Es ese tipo de comunicación que se nutre de la vida y generalmente de la imagen de terceros, para consumirla y ponerla en entredicho. Y aunque siempre hay intencionalidad y malicia en los chismes, es curioso comprobar que a mucha gente le resulta mucho más fácil creer las supuestas cosas malas de los demás, que las buenas.
Por lo general, el chisme es una actividad que integra y afianza al individuo en su grupo social, por complicidad. Participar de manera conjunta en el chismorreo suele dar cohesión, a la vez que entretenimiento, al grupo. Además, mantiene el foco de agresión alejado de sus propios miembros. Esta práctica parte del falso supuesto o apriori de que todo individuo tiene derecho a meterse en la vida de los demás, sin el menor sentido del respeto.
Hay cierta connotación de clase en el chisme. “Los caballeros no tenemos memoria” es una expresión que surgió desde la clase noble, y que implica la negación de la práctica del chisme como exigencia de distinción y de honor. Por otra parte, la asociación que se ha hecho entre los “lavaderos” y la práctica del chisme, reduce a éste al ámbito de las vecindades, donde la gente vive aglomerada y sin el menor sentido de la privacidad ni del respeto.
Hace ya algún tiempo, escribía yo sobre la aparente “tribalidad” de los laguneros, en el sentido de que pareciera que solamente podemos integrarnos en pequeños grupos para practicar el canibalismo social contra los demás. Pertenecer a un pequeño grupo parece exigir una innecesaria lucha continua contra los otros. Esta actitud es un remanente pueblerino de nuestra ciudad, algo que la reciente “metropolización” no ha borrado de nuestra cultura.
En la vida de convivencia social, existen dos actitudes básicas: la del que construye, y la del que destruye. Para muchas personas, destruir resulta la actividad más sencilla. El chisme es una de las formas anónimas (y por lo tanto, seguras) de “destrucción” o “marginación social” del otro. Muchas veces, la destrucción sirve para alcanzar cierta notoriedad o celebridad. Es el caso del innombrable Eróstrato, quien quiso alcanzar fama eterna destruyendo una de las siete maravillas del mundo antiguo, el templo de Artemisa en Éfeso.
De ahí que mi crónica tenga un carácter más antropológico, más orientado hacia los fenómenos sociales, es decir, aquéllos que son compartidos por grupos (mayoritarios o minoritarios) de torreonenses. En este rubro entran los orígenes de nuestra identidad, como laguneros y como torreonenses, los orígenes de nuestra ciudad y de nuestra cultura y mentalidad local, la historia de las cosas de la vida cotidiana (desde los vocablos tlaxcaltecas como “moyote” hasta la tortilla de harina, los multicentenarios dulces regionales y “la reliquia”).
Y claro, entran también en esta crónica los hechos socialmente relevantes que afectan la vida cotidiana de nuestros conciudadanos. La violencia, la crisis económica, la oferta artística de la ciudad, la política estatal y nacional, etc. En la misma categoría entra la descripción de las costumbres locales, con el objeto de que quede registro del mundo que forjamos y habitamos los torreonenses.
Una costumbre muy extendida en La Laguna –y seguramente en buena parte de México es la del chismorreo. Es ese tipo de comunicación que se nutre de la vida y generalmente de la imagen de terceros, para consumirla y ponerla en entredicho. Y aunque siempre hay intencionalidad y malicia en los chismes, es curioso comprobar que a mucha gente le resulta mucho más fácil creer las supuestas cosas malas de los demás, que las buenas.
Por lo general, el chisme es una actividad que integra y afianza al individuo en su grupo social, por complicidad. Participar de manera conjunta en el chismorreo suele dar cohesión, a la vez que entretenimiento, al grupo. Además, mantiene el foco de agresión alejado de sus propios miembros. Esta práctica parte del falso supuesto o apriori de que todo individuo tiene derecho a meterse en la vida de los demás, sin el menor sentido del respeto.
Hay cierta connotación de clase en el chisme. “Los caballeros no tenemos memoria” es una expresión que surgió desde la clase noble, y que implica la negación de la práctica del chisme como exigencia de distinción y de honor. Por otra parte, la asociación que se ha hecho entre los “lavaderos” y la práctica del chisme, reduce a éste al ámbito de las vecindades, donde la gente vive aglomerada y sin el menor sentido de la privacidad ni del respeto.
Hace ya algún tiempo, escribía yo sobre la aparente “tribalidad” de los laguneros, en el sentido de que pareciera que solamente podemos integrarnos en pequeños grupos para practicar el canibalismo social contra los demás. Pertenecer a un pequeño grupo parece exigir una innecesaria lucha continua contra los otros. Esta actitud es un remanente pueblerino de nuestra ciudad, algo que la reciente “metropolización” no ha borrado de nuestra cultura.
En la vida de convivencia social, existen dos actitudes básicas: la del que construye, y la del que destruye. Para muchas personas, destruir resulta la actividad más sencilla. El chisme es una de las formas anónimas (y por lo tanto, seguras) de “destrucción” o “marginación social” del otro. Muchas veces, la destrucción sirve para alcanzar cierta notoriedad o celebridad. Es el caso del innombrable Eróstrato, quien quiso alcanzar fama eterna destruyendo una de las siete maravillas del mundo antiguo, el templo de Artemisa en Éfeso.
Este caso es paradigmático. Eróstrato era un ser estéril, mediocre, incapaz de construir algo notable con su propio ingenio e iniciativa. Así que decidió que su miope egolatría quedaría satisfecha con un acto de robo, de ataque, un acto de destrucción de lo que otros habían hecho y que resultaba valioso a los ojos del mundo. Hay en esta actitud una pasión vulgar, el celo envidioso del éxito alcanzado por otros, en este caso, por el arquitecto Quersifrón.
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