El cultivo y el consumo del picitel (un tipo de tabaco) en el norte de la Nueva España, existía desde los siglos XVI y XVII. Era uno de los regalos que los indios encomendados (por lo general, muy rústicos) gustaban recibir de manos de los colonos y conquistadores. Algunos hacendados y encomenderos norteños lo sembraban para el uso de sus propios indios encomendados o para el comercio con las poblaciones mineras de Zacatecas, ya que se cotizaba a buen precio.
Tras la colonización del norte o septentrión novohispano, los hábitos de fumar y masticar tabaco comenzaron a ser imitados por mestizos y españoles de la región. En los viejos documentos de poblaciones norteñas colonizadas por los tlaxcaltecas, es muy notorio cómo los primeros consumidores del tabaco fino, eran exclusivamente dichos indígenas mesoamericanos.
Un ejemplo: en la villa del Saltillo, en la primera mitad del siglo XVII (exactamente en junio de 1646) encontramos que el Capitán Domingo de la Fuente (español) tenía en existencia en su tienda, cuatro manojos de tabaco de Papantla, y una arroba más (once kilos y medio) encostalada.
En el libro de “memoria de tienda” del dicho capitán, encontramos que los clientes para el tabaco eran los tlaxcaltecos Francisco Baltazar (que debía para esas fechas el importe de nada menos que 57 kilos y medio de tabaco) y Diego González, “hijo de Ventura”, que debía otro tanto.
Para mediados del siglo XVIII, el tabaco ya no era un artículo consumido exclusivamente por los indígenas, sino que la población entera, por decirlo así y sin pretender exagerar, lo fumaba. Sólo que en las cuentas de la tiendas ya no se habla de manojos ni costales, sino de cigarros. Y se envolvían no con hojas secas de maíz, sino con papel.
Así, encontramos que en el pueblo de Parras y su jurisdicción (que llegaba hasta la sierra de Mapimí y Tlahualilo, en Durango) consumían cigarros desde el padre párroco hasta el tonelero. En el caso del tonelero (Parras era un pueblo con una gran industria vitivinícola) sabemos que debía dos pesos de cigarros (el salario de 4 días de un jornalero). Adamasio Adriano debía siete pesos (14 jornales). Juana María debía un peso (2 jornales). Alberto Martínez, cinco reales (62 centavos y medio, poco más de un jornal ); Juan María Mancha, un real (12 centavos y medio, medio día de jornal); el Padre Juan Guerrero, un peso (2 jornales).
De esta manera, podemos afirmar con seguridad que el hábito de fumar cigarros de tabaco envueltos en papel era ya muy común entre la población blanca, mestiza e india de la Región Lagunera desde 1766, por lo menos, y que ha continuado existiendo ininterrumpidamente hasta nuestros días.
Desde luego, los laguneros nunca se tuvieron por viciosos, ni tenían por qué hacerlo, ya que su sociedad no condenaba ni sancionaba el acto de fumar. Era socialmente aceptable y aceptado. El mismísimo juez eclesiástico, que conocía y decidía “de vitae et moribus”, es decir, de la recta forma de vida y de las costumbres, es decir, el Párroco, era uno de los principales fumadores del pueblo.
El estrés, la discusión y la problemática en torno al cáncer y los enfisemas, la separación legal de los recintos entre fumadores y no fumadores, la culpa generada por el vicio compulsivo, todos ellos son contemporáneos nuestros, pero no de nuestros despreocupados y alegres abuelos fumadores.
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