Corrían los años del Porfiriato cuando la pujante Villa de Torreón se convertía en un polo de desarrollo económico de primera magnitud. En 1906, cuando faltaba apenas un año de ser convertida en ciudad, su crecimiento resultaba impresionante.
La economía agroindustrial de la Villa del Torreón se sustentaba en las fábricas urbanas (hilados, tejidos, jabón, metales refinados, guayule, refrescos, etc.) y en la producción agropecuaria suburbana (algodón, vid, ganado de engorda).
En el área rural Lagunera, la producción del algodón era la actividad principal de los diversos ranchos y haciendas. Entre ellas destacaba la Hacienda de la Concepción, y sus diversos ranchos. Mayordomos y peones de vieja cepa lagunera gastaban cotidianamente sus vidas en la producción de la fibra.
Las hermanitas Ana y Aurora Esparza Barrientos fueron hijas del matrimonio formado por Hilario Esparza y por doña Refugio Barrientos, vecinos de “Albia”, rancho de la Hacienda de La Concepción”, junto al Río Nazas, en la Comarca Lagunera de Coahuila.
Ana nació el día tres de diciembre de 1900, mientras que Aurora nació un 28 de diciembre, probablemente de 1901. Al parecer una enfermedad segó la vida de ambas niñas, ya que Ana murió el 7 de marzo de 1906, a los seis años de edad, y Aurora murió menos de dos meses después, con cinco años de edad.
Don Hilario Esparza, padre de las niñas, llegó a ser un hombre muy conocido en la región, gracias a su mentalidad empresarial, que le permitió invertir su trabajo y multiplicar los frutos de una manera prodigiosa.
Con el tiempo, su hijo Hilario Esparza Barrientos, o simplemente Hilario Esparza Jr. se convirtió en una persona tan conocida como estimada por la sociedad lagunera, siendo un rasgo suyo la generosidad y el desprendimiento de los bienes materiales. Fue benefactor de muchas obras de importancia social en la Comarca Lagunera. Murió sin descendencia.
Sin embargo, y por extraño que parezca, las protagonistas de esta historia son las niñas difuntas. Muchos años después de su muerte, la lápida que cubría su tumba fue donada por un pariente al Centro de Investigaciones Históricas de la UIA-Laguna. Cuando en la capilla universitaria se celebra la misa de Todos los Santos, sus nombres son recordados para eterno descanso.
No obstante, estas “niñas” son vistas, de vez en cuando, en ciertos lugares del campus universitario. Se dedican a hacer “travesuras” en el Centro de Investigaciones Históricas, o bien, abren los grifos de los lavabos u oprimen los botones de los seguros de los baños de damas del Auditorio San Ignacio, contiguo al mencionado Centro. En algunas ocasiones, las señoras y señoritas de intendencia que realizan el aseo de los baños de damas, las han visto corporalmente, cubiertas hasta los pies por sencillos vestidos porfirianos, muy contentas, aunque con la extraña característica de que parecen flotar y desplazarse sin tocar el suelo.
Otras veces, preferentemente por la noche, se dedican a encender y apagar las luces interiores de edificios y aulas que están perfectamente cerrados con llave. Para ellas es un juego intemporal, una manera divertida de interactuar con los vivos.
Años de actividad profesional en las oficinas del Archivo y Centro de Investigaciones Históricas nos han convencido de que los fenómenos que llamamos paranormales, existen. Si son naturales o sobrenaturales, no lo sabemos. Solamente nos consta que estos fenómenos salen de aquello que denominamos “normalidad”.
¿Cuál es el vínculo que liga el alma y la voluntad de seres del pasado con objetos, con documentos que subsisten en el presente? ¿Por qué los archivos que albergan documentos escritos hace siglos, son escenario frecuente de este tipo de fenómenos? ¿Por qué resulta hasta común sentir presencias, o percibir extraños fenómenos visuales y auditivos en dichos lugares? Si usted lo sabe, díganoslo…
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