El
siguiente texto, cuyo autor es el señor Carlos Barrón, fue publicado hoy en un
suplemento deportivo de “Excélsior”. Por el interés que tiene para los
laguneros, lo transcribo íntegramente.
“En
Torreón, a un chico de 18 años le dijeron alguna vez, en los viejos campos de
La Laguna, que si deseaba seguir jugando futbol tendría que irse a vivir a
Morelia. Oribe Peralta dudó un poco, porque su padre ya le había apercibido que
de no darse su debut en Santos, tendría que regresar a los estudios y olvidarse
por completo de ese anhelo juvenil de patear un balón.
Tenía
algo a su favor: que a los 15 años se había partido la pantorrilla izquierda.
Esa endeblez le trajo cosas buenas por paradójico que parezca, “porque a partir
de ahí comencé a pensar en serio si deseaba ser jugador profesional”, menciona
Peralta después de convertirse en campeón del Clausura 2012 con Santos y ser el
máximo anotador en el año futbolístico, con 44 tantos.
En
la recuperación, que le costó dos meses, empezó a enumerar en su cabeza las
cosas buenas que le había entregado hasta ese momento el futbol. Dedicado día y
noche a una posición desgastante por la necesidad de marcar goles, comprendió
que el alejamiento que tenía de amigos, novia y diversiones debía tener un
sentido. El problema es que a su corta edad la lesión referida provocó que se
perdiera el Mundial Sub 17 en Nueva Zelanda: “Estaba en cama y no quería ver ni
enterarme de nada del futbol. Lo dije para mis adentros, porque mi papá me
tenía amagado con eso de que estudiara, pero pensé en retirarme. Además, cuando
regresé a los campos en La Laguna, sentía que mi pierna se partía, que no
estaba fuerte, que no servía para meter goles”.
Cuando
le avisaron que si quería seguir su desarrollo no tenía más opción que irse a
Morelia, aceptó el reto como un chiquillo que sabe que entrará a un mundo de
hombres.
Ahí,
Rubén Omar Romano, que lo había visto en divisiones inferiores, le dio su
primera gran oportunidad, no sin antes dejar que pasara un tiempo a la deriva
en el León, que por aquellos años era la filial de los purépechas. “Desde aquel
entonces pintaba muy bien, un chico ágil y veloz, que no dejaba pensar a los
rivales y se incrustaba entre los defensores como un diablo escurridizo, un
talentoso al que sólo le hacía falta una oportunidad”, revela el estratega
argentino.
Sin
embargo, las cosas no mejoraron mucho para Oribe Peralta en tan corto tiempo.
Aprendió las
lecciones
que da la soledad y la extraña sensación de vacío que causa echar de menos a la
familia. Inmerso en un mar de dudas y paradojas, Peralta desembocó en Morelia
para recibir la noticia de que ahí tampoco jugaría, sino en León, algo que no
estaba estipulado de inicio.
Contra
las cuerdas, decidió ir a otra plaza sólo para regresar, cuando Romano lo puso
a entrenar nueve semanas después con el primer equipo de Monarcas y lo debutó
un 22 de febrero de 2003 ante el América. “Fue la llamada más feliz que le hice
a mi familia en Torreón en mucho tiempo. Supe que me vieron en televisión y a
partir de ahí mi vida cambió”, señala el delantero estelar de Santos, quien ha
renovado contrato y ahora percibe un sueldo generoso que nunca imaginó.
Su
deseo siempre fue volver a Santos, pero su primer amor, el gran equipo de su
infancia, lo desdeñó por mucho tiempo en su proceso. Antes fue valorado por el
Monterrey, que tampoco le tuvo paciencia y decidió mandarlo a Chiapas. El
destino de Peralta estaba marcado para vagabundear sin éxito hasta que
encontrara la solución en las porterías enemigas.
“Siempre
me decían en Santos, Monterrey y Morelia que era un nueve natural, un delantero
clásico, pero hasta ahí. A veces me desesperaba por las pocas oportunidades que
tenía porque en el fondo sabía que podía hacer bien las cosas”, desvela
Peralta.
Fue
hasta su etapa con los Jaguares de Chiapas cuando se transformó en un coloso
del área rival al anotar 12 goles en dos torneos. Recuperó la autoestima y la
vertical. Aprendió que no siempre el futbol es equitativo, pero brinda
demasiadas oportunidades de mejorar. Algo en él despertó y le permitió ser
tomado en cuenta. Su presencia y fortaleza eran notables.
El
regreso a Santos fue forzoso, aunque refrescante, ya casado con Mónica y padre
de dos hijos, realizado como hombre y cerca de sus progenitores a los que les
reiteró un agradecimiento por no haberlo abandonado nunca, a pesar de las
constantes amenazas de retirarlo del futbol.
“Era
una manera de presionarme para mejorar, nunca para fastidiarme los sueños”,
asegura.
A
los 26 años se reencontró con sus viejas calles, su Torreón tan caliente y desértico
como lo recordaba cuando se fue, cuando iba y venía casi sin control. Sin el
escarnio de la juventud y ya experimentado en las lides del futbol, trató de
apoyar al entrenador que le dio la primera oportunidad en Primera División,
Rubén Omar Romano. “Encontrarlo fue muy bueno y perder dos finales con él, lo
peor que me pudo haber pasado. Hay cosas malas en mi vida, pero fracasar en dos
intentos seguidos por salir campeón es para volverse loco. Me siento aún en
deuda con Romano por no darle un campeonato”.
No
sabía El Cepillo, apodo que le pusieron desde pequeño por su corte de cabello
en forma de cerdas, que años más tarde se convertiría en el máximo ídolo del
pueblo de donde un día partió con una mochila llena de fracasos, lesiones e
ilusiones, con una esperanza de jugar prendida en el pecho y que le obligó a
madurar de forma constante, sin dejar de trabajar.
Campeón
en un equipo de época, que persigue el triunfo como un depredador, Peralta es
angular en todo momento. Le sirve al club y a la ciudad, “a la que le viene
bien el futbol por lo peligrosa que se ha vuelto, pero que siempre será mi
Torreón querido”.
En
breve
Oribe
Peralta, un ariete natural.
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Nació en Torreón, Coahuila, el 12 de enero de 1984.
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Debutó en el Clausura 2003 con Monarcas Morelia.
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Con la selección mexicana hizo su debut el 9 de marzo de 2005, contra
Argentina.
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Con el Tri ganó la medalla de oro en los Juegos Panamericanos de 2011 y fue el
goleador del torneo, con seis tantos”.