Imágenes del People´s Daily Online
En la década de los años cincuentas, cuando era apenas un niño, mi madre solía hacer algunas de sus compras de despensa en la tienda de “Juy”, aquel comerciante de origen chino cuyo establecimiento se encontraba en la esquina de la calle Blanco y Juárez, enfrente del Mercado.
Recuerdo que, con cierta precocidad, a mis cinco o seis años de edad era consciente de dos fenómenos relacionados: el de la diversidad de las culturas, y el de la historicidad del ser humano. Quienes me conocieron de niño recuerdan cuánto me esforzaba en conseguir discos de acetato de larga duración de música folclórica del Medio y Lejano Oriente, y también recuerdan cómo, en cuanto supe leer y escribir, entrevistaba a los ancianos para anotar datos históricos.
La tienda de Juy me parecía un lugar muy acogedor. Mientras la lista de provisiones de mi madre era surtida, yo me sentaba en uno de los altos bancos de madera y alambrón, saboreando una paleta de dulce, cortesía de la casa, a la vez que miraba los dulceros de vidrio de aspecto multicolor, y los barriles repletos de frijol, garbanzo y lenteja.
Desde entonces la cultura china me pareció fascinante. A medida que crecí y estudiaba mejor su existencia milenaria, me cautivaba sobremanera. Mis maestras de primaria se apellidaban Chiw. Tuve amigos de secundaria y preparatoria de apellido Wong. Quizá esta fascinación por su cultura y la convivencia con descendientes de súbditos chinos fueron las principales razones por las cuales me parecía indignante pensar en una masacre perpetrada en Torreón contra ciudadanos torreonenses de origen oriental.
Aún peor me resultaba la idea de que en nuestra ciudad se redujera el significado de los hechos sangrientos al nivel de mera anécdota. Por esta razón, apenas tuve acceso a las aulas universitarias como docente (1994), promoví entre los estudiantes una constante reflexión en torno a los hechos. Llevaba años haciendo esto cuando propuse a la comunidad torreonense, por escrito, la necesidad de repensar los acontecimientos, asumir la responsabilidad de las acciones de nuestros mayores, y construir un monumento que iluminara y sensibilizara nuestra consciencia: nunca más violencia en Torreón.
La propuesta fue publicada en el número 40 de la revista Vínculos de agosto del 2003, cuando no existía ninguna publicación local de carácter revisionista sobre la colonia china o la masacre de 1911. No mucho después, la propuesta fue aceptada por el Ayuntamiento de Torreón y colocó una placa conmemorativa. En 2004 se publicó el afortunado libro de Castañón Cuadros, con el cual aportó valiosa información sobre la comunidad china.
El 14 de junio de 2007 tuve el honor y la satisfacción de ser el Cronista de Torreón que, a nombre de la ciudad, presentó al embajador de la República Popular de China, el Excmo. Yin Hengmin, un texto oficial de desagravio por los infortunados sucesos del 15 de mayo de 1911. Muchos años de reflexión y de lazos afectivos sustentaron cada una de mis palabras.
Precisamente hoy, día de la clausura de la Olimpiada de Beijing, siento que mis inquietudes han terminado. El mundo entero, México, y de manera muy particular la Comarca Lagunera, se han dado cuenta de las dimensiones de la nación y cultura chinas. A través de la televisión y a lo largo de dos semanas, el mexicano y el lagunero promedio han podido atestiguar y aquilatar la enorme vitalidad, los recursos naturales y humanos, económicos, militares y culturales de la República Popular China. Se ha cobrado consciencia de la antigüedad, riqueza y sentido nacionalista de un país que cuenta con cinco mil años de historia. ¿Quién pondría hoy en duda la dignidad del pueblo o del legado cultural chinos?
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