En 1594 Felipe II, rey de España y de las Indias, dio su permiso a la Compañía de Jesús para que sus miembros iniciaran los trabajos de evangelización de la comarca a la cual Felipe II llamó “Provincia de La Laguna” en su Real Cédua del 6 de abril de 1594.[1] Esta denominación evolucionó a “País de La Laguna” durante la era colonial, y a “Comarca Lagunera” en el siglo XIX y principios del XX.
La laguna que dio nombre a la región era la “laguna grande de la Nueva Vizcaya”, posteriormente conocida como “Laguna de Parras”, “Laguna de San Pedro” o “Laguna de Mayrán”. Era la mayor entre varias lagunas formadas por los ríos “de las Nasas” y “Buenhabal”, o sea, Nazas y Aguanaval. Se trata de ríos de desembocadura interna, de ahí que dieran origen a toda una comarca de lagunas, que lamentablemente, solo subsisten en el nombre de la región. Entre esas lagunas estaban las del “Caimán” o “Tlahualilo”, la del “Álamo” (Viesca) e inumerables charcos.[2] La última referencia al término “País de Las Lagunas” la hizo D. B. Robinson, al citar al ingeniero Morley, de la Compañía Limitada del Ferrocarril Central Mexicano, el 10 de enero de 1883.
En 1594, esta región estaba habitada por grupos de aborígenes seminómadas, cazadores y recolectores a quienes se denominó por consenso “indios laguneros” porque habitaban en las riberas de las lagunas, alimentándose de la caza, pesca y recolección de vegetales. Había algunas haciendas y habitantes españoles y criollos en ellas. En 1598 los jesuitas fundaron el pueblo indio de Santa María de las Parras, que se convirtió en la cabecera administrativa, religiosa y cultural de la que fuera llamada “Alcaldía Mayor de Parras, Laguna y Río de las Nazas”.
De acuerdo con las solicitudes del virrey Luis de Velasco II y del obispo Alzola de Guadalajara, los jesuitas incluyeron entre los primeros habitantes a los civilizados indígenas tlaxcaltecas, de tradición mesoamericana, extraordinarios agentes de cambio agrícola y promotores de la occidentalización.
De esta manera, podemos trazar la historia cultural y religiosa occidental de la Comarca Lagunera a 1598, con la fundación oficial de la primera iglesia católica (Santa María) y la formación de las reducciones jesuitas de La Laguna, que tuvieron al pueblo de Parras por cabecera. La primera navidad cristiana fue celebrada en Parras en 1598, con una gran fogata en el atrio de la iglesia, alrededor de la cual danzaron indígenas de varias “naciones” comarcanas. De acuerdo con el testimonio de un religioso jesuita presente, estos indígenas cantaban en su lengua algo así como:
“Alaben los hombres a nuestra Señora Madre,
adoremos el lugar donde está nuestra Señora,
Madre que es de nuestro Señor.
Muy oloroso es el sombrero de Dios,
digno de ser alabado es Dios nuestro Señor,
mucho nos alegra la pascua de nuestra Señora.” [3]
La occidentalización de la Provincia o País de La Laguna, fue un proceso de larga duración, aunque hubo manifestaciones inmediatas en el aspecto económico. La región resultó ser muy propicia al cultivo de la vid, y ya para 1630 existía una significativa producción de vinos, y desde 1659, de aguardientes de orujo y de borras del vino.[4]
Por lo que respecta a la cultura religiosa, en la Comarca Lagunera coincidieron las tradiciones de dos grandes órdenes religiosas: la de los jesuitas, que eran los encargados de las misiones laguneras; y de manera indirecta, la de los franciscanos, quienes evangelizaron a los tlaxcaltecas y fueron sus pastores en su “país” de origen, los cuatro señoríos de Tlaxcala, desde el primer tercio del siglo XVI.
Ha sido necesaria esta breve introducción para comprender que una tradición como es la de “acostar” al “niño Jesús” en los hogares laguneros, tiene raíces que van mucho más atrás de la llegada de los jesuitas en 1594. Efectivamente, esta tradición tan querida para los franciscanos, la conocían los indígenas de Tlaxcala prácticamente desde 1524, con la fundación del primer convento en esa provincia. Con la emigración de las 400 familias colonizadoras del septentrión en 1591, esta tradición vino con ellos. Los que llegaron al Saltillo en 1591, y que posteriormente comenzaron a pasar a Parras en 1598, ya eran cristianos de varias generaciones, educados por franciscanos.
En Nueva España, los jesuitas —con una formación clásica renacentista— fueron los promotores de las representaciones teatrales y religiosas conocidas como “pastorelas”, “coloquios” de las cuales ha quedado huella en el ámbito rural lagunero, profundamente conservador. Con su especial inclinación por las humanidades, las misiones y la docencia, alentaron a los habitantes de la Comarca Lagunera a celebrar representaciones profundamente religiosas en el contenido, y además de las públicas y solemnes, otras de carácter popular y familiar por su naturaleza y forma de representación.
En los hogares, la Fe Católica se expresaba de manera cotidiana. Los creyentes buscaban tener en sus casas las imágenes de sus santos predilectos. De ahí la multiplicidad de representaciones hagiográficas en los hogares, tan manifiesta en los testamentos e inventarios coloniales de La Laguna.
Entre estos ritos comunitarios o familiares se encontraba la ceremonia del “acostamiento” del “niño Dios” que es el tema que nos ocupa. En hogares comarcanos como el de “Lázaro Miguel” (1715) existía un “nacimiento” con su “tabernáculo”, o como el de Felipe Cano Moctezuma (1730) que contaba con un “niño Jesús”.[5] Con el mismo fin, los jesuitas disponían de imágenes talladas del niño Jesús, de María y de José, y algunas de éstas que perduran hasta el día de hoy, muestran a los personajes con ojos rasgados, lo cual delata su manufactura china o filipina.
Estas viejas tradiciones han sobrevivido hasta nuestros días. Torreón es una ciudad nueva que se ubica en la relativamente vieja Comarca Lagunera. Torreón cuenta con una historia de 157 años como sitio poblado, 114 desde que era una simple villa, y 100 como ciudad. La gran mayoría de los habitantes de la zona metropolitana procede de los viejos pobladores coloniales de la región, o bien, de muchos otros inmigrantes nacionales, y los menos, de inmigrantes internacionales que llegaron, en su gran mayoría, con las rutas del ferrocarril (es decir, desde 1884).
Aunque en muchos de los hogares torreonenses o laguneros puede haber “nacimientos” o “belenes”, la ceremonia del acostamiento del niño Dios tiende a ser más propia de las familias muy católicas de las clases media y popular, que de las clases más acomodadas, económica y socialmente.
La celebración de este rito está asociado, por lo general, con la presencia de los mayores de la familia, como abuelos o padres. Cuando las nuevas generaciones se desprenden de las anteriores por razón de matrimonio, es común que la ceremonia se lleve a cabo con la presencia de las nuevas familias reunidas en casa de los padres, con un niño Dios por familia. A veces encontramos pesebres con varias imágenes del niño Dios, una por cada nueva familia. Es una norma popular no escrita, que la única manera de adquirir figuras del niño Dios sea por regalo, y nunca por compra.
Suele haber padrinos y madrinas de niño Dios, lo cual es una vieja costumbre tlaxcalteca que originalmente incluía mayordomos. Los padrinos, o bien, el padrino o la madrina dotan al niño de ropa nueva cada año, durante un ciclo que por lo general dura tres. Una vez completado el ciclo, habrá nuevos padrinos.
La función de los padrinos es la de manipular al niño durante la ceremonia: vestirlo o desvestirlo, limpiarlo, arrullarlo, colocarlo en la bandeja del besamanos y circularlo entre la concurrencia, o bien, colocarlo y levantarlo del pesebre. También suelen dirigir los rezos o los cantos.
La ceremonia suele ser eminentemente familiar, aunque en ocasiones los vecinos son convocados a participar.
La fecha de la ceremonia del acostamiento es, naturalmente, la Nochebuena. En ocasiones se comienza desde la noche del 15 de diciembre, con la petición de alojamiento de “los peregrinos” en las “posadas”, y se repite noche con noche, hasta que se celebra la más importante y principal, que es la noche del 24 de diciembre, antes de la cena.
Lo usual en la ceremonia es que la madrina, previa lectura del Evangelio o a medida que se ejecuta el rezo del Rosario, vaya desvistiendo al niño Dios para dejarlo limpio y casi desnudo en el pesebre, tal y como el relato evangélico indica que estaba durante la nochebuena original. La desvestida y la limpieza obedece al hecho de que la figura permanece cubierta de ropa y muchas veces expuesta (ordinariamente guardada) durante todo un año, y el polvo (que no escasea en La Laguna) ensucia ropa y figuras.
Llama la atención la diversidad de atuendos que suelen tener las figuras del niño Dios. Lo tradicional es un ropón como de bautizo. Pero existen también variantes, como es la de vestir la figura con el atuendo de otro “niño” conocido y venerado, como el “Santo Niño de Atocha” o con el de algún otro personaje del santoral. A veces se llega al extremo de vestirlo con el uniforme del equipo deportivo favorito, que en la región es, sin duda alguna, el albiverde Santos-Laguna. Para exhibir los atuendos usados por el niño los años anteriores, a veces el pesebre cuenta con un “tendedero” para colgarlos.
Durante la ceremonia, se suele rezar el rosario, y cantar entre misterio y misterio. A veces hay lecturas del Evangelio, particularmente del de Lucas. Otros, en cambio, prefieren guardar los rezos para el día de la “levantada” del niño, que suele ser el día de la Purificación de la Virgen o día de la Candelaria, el 2 de febrero. En otros casos, la levantada se programa para el 6 de enero, fiesta de la Epifanía.
Terminados los rezos y antes de acostar al niño, se le suele circular entre los invitados para que reciba el beso de veneración (o de buenas noches). En algunas casas, se le coloca sobre una bandeja que contiene los “bolos” (paquetitos de dulces) para la concurrencia.
Con la acostada del niño Dios, pero sobre todo con la “levantada”, se asocia la ingesión de tamales salados, con diferentes rellenos; tamales dulces, champurrado y por supuesto, los tradicionales buñuelos.
Es una costumbre muy difundida en México que en el interior de las “roscas de reyes”, es decir, las roscas de pan dulce que se consumen el día de la Epifanía (6 de enero) haya dos o tres diminutas figuras del niño Dios (generalmente de plástico). Aquellas personas a quienes les toque una miniatura en su rebanada de rosca, se comprometen a costear los tamales que se servirán para el día de la “levantada del niño”, es decir, el 2 de febrero.
Vaya un especial agradecimiento a los alumnos del taller de “Historia, arte e identidad regional” a mi cargo, por las entrevistas que realizaron. Fueron ellos: Nazul Eliel Aramayo García, Edwina Baca Beckmann, Miguel Ángel Campos Nájera, Christian Paola Castañeda Acuña, Alejandra Celayo Gutiérrez, Juan Manuel Chapa Galiano, Danais Garibay Ayup, Hermes Ignacio Lazalde Gutiérrez, Gloria Isamary Martínez Martínez, Lucía Martínez Valdepeñas, Diana Laura Ramírez González y Gerardo Alfonso Rodríguez Adame.
[1] Archivo General de Indias, México, 27 N. 62
[2] Corona Páez, Sergio Antonio, La Comarca Lagunera, constructo cultural. Economía y fe en la configuración de una mentalidad multicentenaria. Universidad Iberoamericana Laguna, Torreón, 2005, pp. 21-24.
[3] Churruca Peláez, Agustín, et al, El sur de Coahuila antiguo, indígena y negro, Universidad Iberoamericana Laguna, Torreón, s.f. pp. 49-50.
[4] Corona Páez, Sergio Antonio, La vitivinicultura en el pueblo de Parras. Producción de vinos, vinagres y aguardientes bajo el paradigma andaluz (siglos XVII y XVIII), Ayuntamiento de Torreón, Torreón, 2004.
[5] Corona Páez, La Comarca, 2005, pp. 94-95.
La laguna que dio nombre a la región era la “laguna grande de la Nueva Vizcaya”, posteriormente conocida como “Laguna de Parras”, “Laguna de San Pedro” o “Laguna de Mayrán”. Era la mayor entre varias lagunas formadas por los ríos “de las Nasas” y “Buenhabal”, o sea, Nazas y Aguanaval. Se trata de ríos de desembocadura interna, de ahí que dieran origen a toda una comarca de lagunas, que lamentablemente, solo subsisten en el nombre de la región. Entre esas lagunas estaban las del “Caimán” o “Tlahualilo”, la del “Álamo” (Viesca) e inumerables charcos.[2] La última referencia al término “País de Las Lagunas” la hizo D. B. Robinson, al citar al ingeniero Morley, de la Compañía Limitada del Ferrocarril Central Mexicano, el 10 de enero de 1883.
En 1594, esta región estaba habitada por grupos de aborígenes seminómadas, cazadores y recolectores a quienes se denominó por consenso “indios laguneros” porque habitaban en las riberas de las lagunas, alimentándose de la caza, pesca y recolección de vegetales. Había algunas haciendas y habitantes españoles y criollos en ellas. En 1598 los jesuitas fundaron el pueblo indio de Santa María de las Parras, que se convirtió en la cabecera administrativa, religiosa y cultural de la que fuera llamada “Alcaldía Mayor de Parras, Laguna y Río de las Nazas”.
De acuerdo con las solicitudes del virrey Luis de Velasco II y del obispo Alzola de Guadalajara, los jesuitas incluyeron entre los primeros habitantes a los civilizados indígenas tlaxcaltecas, de tradición mesoamericana, extraordinarios agentes de cambio agrícola y promotores de la occidentalización.
De esta manera, podemos trazar la historia cultural y religiosa occidental de la Comarca Lagunera a 1598, con la fundación oficial de la primera iglesia católica (Santa María) y la formación de las reducciones jesuitas de La Laguna, que tuvieron al pueblo de Parras por cabecera. La primera navidad cristiana fue celebrada en Parras en 1598, con una gran fogata en el atrio de la iglesia, alrededor de la cual danzaron indígenas de varias “naciones” comarcanas. De acuerdo con el testimonio de un religioso jesuita presente, estos indígenas cantaban en su lengua algo así como:
“Alaben los hombres a nuestra Señora Madre,
adoremos el lugar donde está nuestra Señora,
Madre que es de nuestro Señor.
Muy oloroso es el sombrero de Dios,
digno de ser alabado es Dios nuestro Señor,
mucho nos alegra la pascua de nuestra Señora.” [3]
La occidentalización de la Provincia o País de La Laguna, fue un proceso de larga duración, aunque hubo manifestaciones inmediatas en el aspecto económico. La región resultó ser muy propicia al cultivo de la vid, y ya para 1630 existía una significativa producción de vinos, y desde 1659, de aguardientes de orujo y de borras del vino.[4]
Por lo que respecta a la cultura religiosa, en la Comarca Lagunera coincidieron las tradiciones de dos grandes órdenes religiosas: la de los jesuitas, que eran los encargados de las misiones laguneras; y de manera indirecta, la de los franciscanos, quienes evangelizaron a los tlaxcaltecas y fueron sus pastores en su “país” de origen, los cuatro señoríos de Tlaxcala, desde el primer tercio del siglo XVI.
Ha sido necesaria esta breve introducción para comprender que una tradición como es la de “acostar” al “niño Jesús” en los hogares laguneros, tiene raíces que van mucho más atrás de la llegada de los jesuitas en 1594. Efectivamente, esta tradición tan querida para los franciscanos, la conocían los indígenas de Tlaxcala prácticamente desde 1524, con la fundación del primer convento en esa provincia. Con la emigración de las 400 familias colonizadoras del septentrión en 1591, esta tradición vino con ellos. Los que llegaron al Saltillo en 1591, y que posteriormente comenzaron a pasar a Parras en 1598, ya eran cristianos de varias generaciones, educados por franciscanos.
En Nueva España, los jesuitas —con una formación clásica renacentista— fueron los promotores de las representaciones teatrales y religiosas conocidas como “pastorelas”, “coloquios” de las cuales ha quedado huella en el ámbito rural lagunero, profundamente conservador. Con su especial inclinación por las humanidades, las misiones y la docencia, alentaron a los habitantes de la Comarca Lagunera a celebrar representaciones profundamente religiosas en el contenido, y además de las públicas y solemnes, otras de carácter popular y familiar por su naturaleza y forma de representación.
En los hogares, la Fe Católica se expresaba de manera cotidiana. Los creyentes buscaban tener en sus casas las imágenes de sus santos predilectos. De ahí la multiplicidad de representaciones hagiográficas en los hogares, tan manifiesta en los testamentos e inventarios coloniales de La Laguna.
Entre estos ritos comunitarios o familiares se encontraba la ceremonia del “acostamiento” del “niño Dios” que es el tema que nos ocupa. En hogares comarcanos como el de “Lázaro Miguel” (1715) existía un “nacimiento” con su “tabernáculo”, o como el de Felipe Cano Moctezuma (1730) que contaba con un “niño Jesús”.[5] Con el mismo fin, los jesuitas disponían de imágenes talladas del niño Jesús, de María y de José, y algunas de éstas que perduran hasta el día de hoy, muestran a los personajes con ojos rasgados, lo cual delata su manufactura china o filipina.
Estas viejas tradiciones han sobrevivido hasta nuestros días. Torreón es una ciudad nueva que se ubica en la relativamente vieja Comarca Lagunera. Torreón cuenta con una historia de 157 años como sitio poblado, 114 desde que era una simple villa, y 100 como ciudad. La gran mayoría de los habitantes de la zona metropolitana procede de los viejos pobladores coloniales de la región, o bien, de muchos otros inmigrantes nacionales, y los menos, de inmigrantes internacionales que llegaron, en su gran mayoría, con las rutas del ferrocarril (es decir, desde 1884).
Aunque en muchos de los hogares torreonenses o laguneros puede haber “nacimientos” o “belenes”, la ceremonia del acostamiento del niño Dios tiende a ser más propia de las familias muy católicas de las clases media y popular, que de las clases más acomodadas, económica y socialmente.
La celebración de este rito está asociado, por lo general, con la presencia de los mayores de la familia, como abuelos o padres. Cuando las nuevas generaciones se desprenden de las anteriores por razón de matrimonio, es común que la ceremonia se lleve a cabo con la presencia de las nuevas familias reunidas en casa de los padres, con un niño Dios por familia. A veces encontramos pesebres con varias imágenes del niño Dios, una por cada nueva familia. Es una norma popular no escrita, que la única manera de adquirir figuras del niño Dios sea por regalo, y nunca por compra.
Suele haber padrinos y madrinas de niño Dios, lo cual es una vieja costumbre tlaxcalteca que originalmente incluía mayordomos. Los padrinos, o bien, el padrino o la madrina dotan al niño de ropa nueva cada año, durante un ciclo que por lo general dura tres. Una vez completado el ciclo, habrá nuevos padrinos.
La función de los padrinos es la de manipular al niño durante la ceremonia: vestirlo o desvestirlo, limpiarlo, arrullarlo, colocarlo en la bandeja del besamanos y circularlo entre la concurrencia, o bien, colocarlo y levantarlo del pesebre. También suelen dirigir los rezos o los cantos.
La ceremonia suele ser eminentemente familiar, aunque en ocasiones los vecinos son convocados a participar.
La fecha de la ceremonia del acostamiento es, naturalmente, la Nochebuena. En ocasiones se comienza desde la noche del 15 de diciembre, con la petición de alojamiento de “los peregrinos” en las “posadas”, y se repite noche con noche, hasta que se celebra la más importante y principal, que es la noche del 24 de diciembre, antes de la cena.
Lo usual en la ceremonia es que la madrina, previa lectura del Evangelio o a medida que se ejecuta el rezo del Rosario, vaya desvistiendo al niño Dios para dejarlo limpio y casi desnudo en el pesebre, tal y como el relato evangélico indica que estaba durante la nochebuena original. La desvestida y la limpieza obedece al hecho de que la figura permanece cubierta de ropa y muchas veces expuesta (ordinariamente guardada) durante todo un año, y el polvo (que no escasea en La Laguna) ensucia ropa y figuras.
Llama la atención la diversidad de atuendos que suelen tener las figuras del niño Dios. Lo tradicional es un ropón como de bautizo. Pero existen también variantes, como es la de vestir la figura con el atuendo de otro “niño” conocido y venerado, como el “Santo Niño de Atocha” o con el de algún otro personaje del santoral. A veces se llega al extremo de vestirlo con el uniforme del equipo deportivo favorito, que en la región es, sin duda alguna, el albiverde Santos-Laguna. Para exhibir los atuendos usados por el niño los años anteriores, a veces el pesebre cuenta con un “tendedero” para colgarlos.
Durante la ceremonia, se suele rezar el rosario, y cantar entre misterio y misterio. A veces hay lecturas del Evangelio, particularmente del de Lucas. Otros, en cambio, prefieren guardar los rezos para el día de la “levantada” del niño, que suele ser el día de la Purificación de la Virgen o día de la Candelaria, el 2 de febrero. En otros casos, la levantada se programa para el 6 de enero, fiesta de la Epifanía.
Terminados los rezos y antes de acostar al niño, se le suele circular entre los invitados para que reciba el beso de veneración (o de buenas noches). En algunas casas, se le coloca sobre una bandeja que contiene los “bolos” (paquetitos de dulces) para la concurrencia.
Con la acostada del niño Dios, pero sobre todo con la “levantada”, se asocia la ingesión de tamales salados, con diferentes rellenos; tamales dulces, champurrado y por supuesto, los tradicionales buñuelos.
Es una costumbre muy difundida en México que en el interior de las “roscas de reyes”, es decir, las roscas de pan dulce que se consumen el día de la Epifanía (6 de enero) haya dos o tres diminutas figuras del niño Dios (generalmente de plástico). Aquellas personas a quienes les toque una miniatura en su rebanada de rosca, se comprometen a costear los tamales que se servirán para el día de la “levantada del niño”, es decir, el 2 de febrero.
Vaya un especial agradecimiento a los alumnos del taller de “Historia, arte e identidad regional” a mi cargo, por las entrevistas que realizaron. Fueron ellos: Nazul Eliel Aramayo García, Edwina Baca Beckmann, Miguel Ángel Campos Nájera, Christian Paola Castañeda Acuña, Alejandra Celayo Gutiérrez, Juan Manuel Chapa Galiano, Danais Garibay Ayup, Hermes Ignacio Lazalde Gutiérrez, Gloria Isamary Martínez Martínez, Lucía Martínez Valdepeñas, Diana Laura Ramírez González y Gerardo Alfonso Rodríguez Adame.
[1] Archivo General de Indias, México, 27 N. 62
[2] Corona Páez, Sergio Antonio, La Comarca Lagunera, constructo cultural. Economía y fe en la configuración de una mentalidad multicentenaria. Universidad Iberoamericana Laguna, Torreón, 2005, pp. 21-24.
[3] Churruca Peláez, Agustín, et al, El sur de Coahuila antiguo, indígena y negro, Universidad Iberoamericana Laguna, Torreón, s.f. pp. 49-50.
[4] Corona Páez, Sergio Antonio, La vitivinicultura en el pueblo de Parras. Producción de vinos, vinagres y aguardientes bajo el paradigma andaluz (siglos XVII y XVIII), Ayuntamiento de Torreón, Torreón, 2004.
[5] Corona Páez, La Comarca, 2005, pp. 94-95.
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