En 1910, la hacienda de Hornos, ubicada al oriente de la entonces muy joven ciudad de Torreón (Coahuila, México) se distinguía de entre todas las demás de la nación. Antigua propiedad de los jesuítas, contaba con una vieja casa amueblada y habitada. En su capilla —reliquia misionera de los hijos espirituales de San Ignacio de Loyola— estaban expuestas a la veneración algunas pinturas del siglo XVIII.
Pero no era la producción agropecuaria de la hacienda lo que llamaba la atención, sino su producción industrial. Al poniente de la casa principal se levantaban los sorprendentes talleres de fundición de la hacienda de Hornos, los cuales fabricaban locomotoras, vagones de ferrocarril y tranvías. Las instalaciones de la factoría estaban distribuidas entre varios departamentos. El primero era el de la fundición del hierro, con un horno de 70 pulgadas que podía fundir piezas hasta de 15 toneladas. Contigua estaba la no menos importante fundición de bronce.
La herrería contaba con 12 yunques con sendas forjas alimentadas con aire por un ventilador conectado con la flecha principal del taller de maquinaria. Había también un martillo de vapor de 800 libras para forjar las piezas grandes.
El taller general de maquinaria estaba montado con la tecnología más avanzada de la época. El torno mayor era de 48 pulgadas de vuelo y de 28 pies entre los centros, mientras que el más pequeño servía para la fabricación de piezas delicadas. Había prensas hidráulicas de hasta 200 toneladas de presión, sierras circulares, taladros, cepillos, ajustadoras, sierras de banca para metales, desgastadores universales, una de las más completas “frisadoras” (milling machine) con todos sus accesorios; sacabocados tijeras que de un golpe cortaban en frío barras de acero de cuatro pulgadas “en cuadro”, laminadoras para la fabricación de las calderas, etc.
Había un departamento de carpintería y otro de material rodante para ferrocarriles. A éste eran conducidas todas las piezas fabricadas en los otros departamentos para armar los vagones de ferrocarril que ahí se construían y armaban completamente: locomotoras, carros tanque, carros para pasajeros y tranvías.
Es de llamar la atención que todos los obreros eran laguneros de nacimiento, adiestrados por el ingeniero —también mexicano— Claudio Juan Martínez. La hacienda y los talleres de fundición de Hornos pertenecían a dicho ingeniero, nacido en Veracruz el 22 de agosto de 1879. Sus padres fueron los señores Claudio A. Martínez y Adela Martínez, acaudalados comerciantes del puerto de Veracruz.
Desde joven, Claudio Juan sintió una gran disposición para la mecánica. Estudió tres años en el Instituto Veracruzano (Escuela Preparatoria de Veracruz). Luego se mudó con sus padres a la hacienda de Hornos, recién adquirida por aquéllos. En la hacienda se ocupó del departamento de mecánica. Cuando tenía 17 años y en vista del talento que demostraba, sus padres lo enviaron a estudiar a un colegio de agricultura y mecánica de Texas. Ahí cursó en un año (1896-1897) los dos años de mecánica.
La escuela texana le quedó pequeña a Claudio Juan y continuó sus estudios de ingeniería mecánica en la Universidad de Cornell, Nueva York, donde destacó en los estudios teóricos y en la práctica requerida para obtener su título académico. En 1901 fue autorizado por la Universidad de Cornell para que hiciera su tesis en México, misma que realizó en la “Jabonera La Esperanza”, propiedad del señor Juan F. Brittingham. Claudio Juan Martínez terminó sus estudios en 1901, cuando tenía 22 años de edad.
El objetivo del ingeniero Martínez era el de poder instalar talleres de fundición en su hacienda de Hornos, y ahí construir todas las herramientas que podría requerir la industria nacional. Desde luego, le interesaba romper la dependencia tecnológica del extranjero —particularmente de los Estados Unidos— a la vez que hacía un buen negocio.
El ingeniero Claudio Juan Martínez comenzó fabricando ferrocarriles con el proyecto de establecer un tren minero entre Hornos y Mazapil, en el estado de Zacatecas. Las diversas instalaciones de los talleres de fundición le permitían construir vagones de pasajeros, carros-tanque, locomotoras y también vagones de tranvía.
Los vagones de pasajeros construidos en la hacienda de Hornos llamaban la atención por los lujosos acabados que contrastaban con la severidad de las sillas individuales de madera, más adecuadas para una oficina que para un vagón de ferrocarril. Los vagones contaban con bombillas eléctricas para su iluminación.
Es una pena que el precoz despegue industrial de la Comarca Lagunera haya encontrado obstáculos primero en la Revolución, y posteriormente en los casi desconocidos Tratados de Bucareli, firmados en 1923. En virtud de los mismos, los Estados Unidos reconocerían la legitimidad de los gobiernos posrevolucionarios (particularmente el del general Álvaro Obregón) a cambio de que, entre otras cosas, México renunciara a la fabricación de maquinaria pesada y se comprometiera a comprarla a los industriales estadounidenses.
Esta relación no cambiaría sino hasta el gobierno del general Ávila Camacho, cuando la Segunda Guerra Mundial obligó a los estadounidenses a contar con un vecino más industrializado.
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