En mi clase de “Historia, arte e identidad regional” que imparto en la Universidad Iberoamericana Torreón, uno de los fenómenos sociales que más mencionamos, es la necesidad del ser humano de tener paz mental. Es decir, que el hombre necesita paz interna para poder enfrentar los peligos del mundo externo.
Este es un fenómeno atemporal, es decir, se encuentra presente en todas las épocas que ha vivido la humanidad. Por lo que se refiere a la Comarca Lagunera, los testamentos e inventarios nos dan buena cuenta de esta necesidad. Porque si los habitantes de nuestra región tenían representaciones de santos en cantidades que ahora nos parecen exageradas —veinte o treinta imágenes— era, precisamente, para tener paz interior.
En efecto, los peligros mortales de ataques de indios, animales ponzoñosos, sequías prolongadas, granizos, plagas, accidentes y enfermedades, todos ellos eran factores de gran incertidumbre. La gente, de alguna manera, debía encontrar algo o alguien que le pudiera dar tranquilidad y estabilidad mental. Y en la era colonial, esa era la función de los santos, pues era creencia común que ellos se encontraban por encima de estas amenazas, y que, a través de su intercesión, todos estos peligros podían ser conjurados. Los laguneros no estaban tan necesitados de una religión, cuanto de la serenidad (o resignación) que ella les proporcionaba.
Todavía en el censo de la Comarca Lagunera de 1825, entre las cualidades de los habitantes de estas tierras, se menciona, por encima de todas, la de ser “religiosos”. Por entonces, los laguneros todavía necesitaban la seguridad que les brindaba la fe.
Sin embargo, al acabar con los ataques de indios, al dominar la mayoría de las epidemias y enfermedades mediante las vacunas, al contar con antibióticos que nos curan de un gran número de enfermedades antes mortales, al diversificar la economía logrando una gran estabilidad en los ingresos, al controlar de tal manera nuestras circunstancias, la religión dejó de ser un factor de importancia en la vida cotidiana regional.
Desde el 2007, La Laguna vive una etapa de violencia y de inseguridad solamente comparable a las etapas locales de las luchas revolucionarias, o a la era en que los apaches merodeaban y asesinaban a los colonizadores, a mansalva. Aquéllos historiadores que suspiraban por las luchas de la Revolución, de una manera entre romántica e ingenua, se encuentran silenciosos. Porque la gente suele olvidar lo que realmente implica la violencia, en términos de incertidumbre, de dolor y de vidas humanas. Quizá la mayor prueba de este olvido consiste en que no existe un solo monumento para el millón de muertos causado por las luchas de la Revolución Mexicana. Eso sí, recordamos a Zapata, a Madero, a Villa, a Carranza, a Obregón, etc. pero no a esa multitud que hizo posible el “triunfo” de éstos.
Tras esta breve digresión, vuelvo al tema inicial. La violencia que experimenta nuestra ciudad, sin duda se traducirá en un incremento en las prácticas religiosas o en las supersticiosas, pues de nueva cuenta, las circunstancias nos desbordan; nuestras vidas no están en nuestras manos, y necesitamos paz interior para poder enfrentar los desafíos de la vida cotidiana con serenidad. Necesitamos paz para trabajar con buen desempeño, para vivir el presente con cierta intensidad, y para esperar un futuro mejor.
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