Escudo de Torreón

Escudo de Torreón

domingo, noviembre 27, 2011

Recuerdos del domingo



Hoy domingo, recordaré algunas cosas que solían suceder los domingos en ese Torreón que se esfumó y no existe más. Para los niños en general, las mañanas de los domingos solían ser de función de matinée. Películas infantiles, y no tan infantiles, en las carteleras de los cines.

Pero había que ir bien “boleado”, es decir, con los zapatos bien lustrados. Solía suceder que las mañanas de los domingos, temprano, pasaban por las casas, para ofrecer sus servicios, los “boleros” o lustradores de calzado. La mayoría de las veces eran niños o adolescentes. Otras veces, eran adultos. La tarifa era siempre la misma: un peso por cada par de zapatos. Así que se le entregaban todos los zapatos de la familia. El bolero se instalaba en la puerta de la casa, o apenas en la entrada.

Luego estaba la misa, ordinariamente en familia. Pero a mí me tocaba “chaperonear” a mi hermana mayor, así que yo la acompañaba, con su novio (esposo desde hace bastantes años), a la ceremonia religiosa dominical. Y aunque el latín comenzaba a parecerme atractivo, las misas me parecían larguísimas y muy aburridas.

Luego, cumplido “el deber con Dios”, seguían los deberes, o placeres, sociales. Dar vueltas por la avenida Morelos, coche tras coche, a vuelta de rueda, para saludar a todos los conocidos y conocidas que transitaban por ese paseo. El sol brillaba radiante, y la gente siempre se veía alegre, libre, sonriente. El paseo llegaba hasta la alameda, y la rodeaba por la calle Donato Guerra, donde se encontraba la “inefable” “Botana”. Muchos de los coches se estacionaban ahí en batería, para ser atendidos por los meseros que llevaban tarros de cerveza y los platos de botana (bocadillos). Paella, alubias, calamares eran las más frecuentes.

A la hora de comer, uno se encontraba a los paseantes de “la Morelos” en los principales restaurantes de la ciudad. El Apolo Palacio, La Americana, Doña Julia, Los Corrales, La Copa de Leche, Los Globos, Los Sauces, Los Farolitos, La Majada, Patio Alameda, El Campestre, etc.

El Apolo Palacio era uno de los lugares más distinguidos, un sitio con mucha tradición. Su fundador fue don Jorge Lambros Lagos, quien el 13 de mayo de 1933, lo estableció bajo la razón social de “Apolo”, Café y Nevería. Se encontraba ubicado, ya desde entonces en la céntrica calle Valdés Carrillo, que es la calle que delimita al poniente a nuestra Plaza de Armas, apenas a unos metros frente a lo que fuera el Casino de La Laguna.

Su vocación como restaurante surgió pronto, pues ya en 1935 el “Apolo” ofrecía comidas corridas por un peso. El menú que ofrecía por ese precio el viernes 21 de junio, consistía en sopa a la española, o consomé de pollo; filete de pescado empanizado o riñones lionesa; guisado de ternera a la romana, hamburguesa a la criolla, chuleta de ternera o de carnero, a la parrilla. Además, papas a la alemana, ensalada de lechuga y tomate, frijoles refritos. De postre, arroz con leche, o helado al gusto (Apolo especial de fresa, chocolate, vainilla, piña, naranja, mango o limón). Café, té o leche.

El Apolo Palacio conquistó un lugar único en las preferencias de los torreonenses y en general, de los laguneros. El menú de nochebuena de 1965 incluía “entremés parisién con caviar, consomé Rossini, media langosta con mayonesa o filete de huachinango menier, copa de vino blanco, pavo relleno con castañas y almendras, filete mignon con champiñones, papas rizole y chícharos en mantequilla, clerck de chocolate café, liqueur. El precio del cubierto, era de sesenta pesos. Para amenizar estaba el conjunto musical “Los Virreyes” y el pianista Chucho de la Rosa.

Don Jorge Lambros Lagos murió el 26 de octubre de 1980. Lamentablemente, su obra, el Apolo Palacio no le sobrevivió mucho tiempo, si acaso, seis años más.

Cuando uno salía de comer los domingos, ordinariamente era para ir al cine. Los tradicionales y mejor equipados eran el Nazas y el Torreón, con permanencia voluntaria. Pero los domingos, nadie repetía función. Salía uno ya anocheciendo, para volver a la “moreleada” es decir, para dar vueltas en el paseo de la avenida Morelos, o bien, para pasear por las aceras de esa avenida, al son de la serenata que brindaba la banda municipal que tocaba en el kiosco de la Plaza de Armas.

Debo comentar que esta era la vivencia de un niño o joven clase mediero como yo. Seguramente existen muchas otras percepciones sobre los aconteceres dominicales en Torreón. Estoy seguro de que mis amigos metodistas o bautistas tenían otras experiencias menos “mundanas” y quizá más religiosas. Para muchos otros, habría preocupación y no diversión. Sin embargo, y aunque quisiera, no puedo ofrecer otra percepción mas que la que me tocó vivir.


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