En los Estados Unidos no han cesado las manifestaciones de consternación y de condena contra el sudcoreano de 23 años, Cho Seung Hui, quien la semana pasada asesinó a 32 personas en el Virginia Tech para luego suicidarse.
Los lamentos de los estadounidenses, campeones de los derechos humanos, aún resuenan. Se trataba de un estudiante “extranjero”, un “desquiciado” que mató a sangre fría a sus compañeros de universidad, “sin causa ni motivo”. Este extranjero gozaba de la “hospitalidad” del pueblo estadounidense y correspondió al “buen trato” con la furia más perversa. Algunos se preguntan si es bueno que en los Estados Unidos persista una legislación tan despreocupada como para permitir que cualquiera pueda comprar armas como las que usó Cho Seung Hui. No es el primer caso de matanza estudiantil, y esto preocupa —con toda razón— a los norteamericanos.
Sin pretender en lo absoluto justificar al homicida, ni minimizar la tragedia que implica la muerte de tantas personas, llama la atención que toda esta gente que condena la violencia asesina del sudcoreano, no ha clamado contra la otra forma de violencia cotidiana con la que se puede llegar a torturar, a desquiciar a una persona hasta convertirla en un potencial asesino.
Efectivamente, ni las autoridades académicas ni los estudiantes del Virginia Tech tienen las manos limpias del todo. Porque Cho Seung Hui fue un estudiante objeto del escarnio y de la sistemática ridiculización de maestros y alumnos. Insisto, nada ni nadie justifica al homicida, pero los estadounidenses tampoco pueden alegar inocencia ante la atroz matanza que, de alguna manera, ellos mismos provocaron.
Como alumno primero, y luego como maestro, me he dado cuenta de que en la mayoría de las escuelas, colegios y a veces hasta en algunas universidades, rige soberana la ley de la selva. Existen alumnos que son convertidos en blanco del escarnio de sus compañeros. Estos alumnos no pueden o no quieren responder a la violencia con violencia. Hasta que un día cualquiera, algunos de ellos “revientan”, como sucedió en el caso que nos ocupa. Los psicólogos pueden certificar el cómo esta cotidiana e impune cacería escolar contra ciertos alumnos puede afectar sus personalidades. Desgraciadamente, en muchas ocasiones los maestros mercenarios (¿cómo llamar a un mestro que no se interesa por el bienestar de todos y cada uno de sus alumnos?) no se involucran y cierran los ojos, o peor aun, se convierten en cómplices de los agresores.
Por lo general, los alumnos agredidos poseen alguna o algunas características que los hacen destacarse del resto. Mayor sensibilidad, diferente capacidad de adaptación, pertenencia a etnia o estrato social diferente, valores religiosos o valores culturales diferentes, niveles de madurez o de inteligencia diferentes, todos pueden ser factores desencadenantes. ¿Por qué esta violencia que afecta a tantas personas potencialmente valiosas, no se considera violencia? ¿Por qué calificamos como “normal” la agresión contra quienes no participan de nuestro modo de ser?
Los lamentos de los estadounidenses, campeones de los derechos humanos, aún resuenan. Se trataba de un estudiante “extranjero”, un “desquiciado” que mató a sangre fría a sus compañeros de universidad, “sin causa ni motivo”. Este extranjero gozaba de la “hospitalidad” del pueblo estadounidense y correspondió al “buen trato” con la furia más perversa. Algunos se preguntan si es bueno que en los Estados Unidos persista una legislación tan despreocupada como para permitir que cualquiera pueda comprar armas como las que usó Cho Seung Hui. No es el primer caso de matanza estudiantil, y esto preocupa —con toda razón— a los norteamericanos.
Sin pretender en lo absoluto justificar al homicida, ni minimizar la tragedia que implica la muerte de tantas personas, llama la atención que toda esta gente que condena la violencia asesina del sudcoreano, no ha clamado contra la otra forma de violencia cotidiana con la que se puede llegar a torturar, a desquiciar a una persona hasta convertirla en un potencial asesino.
Efectivamente, ni las autoridades académicas ni los estudiantes del Virginia Tech tienen las manos limpias del todo. Porque Cho Seung Hui fue un estudiante objeto del escarnio y de la sistemática ridiculización de maestros y alumnos. Insisto, nada ni nadie justifica al homicida, pero los estadounidenses tampoco pueden alegar inocencia ante la atroz matanza que, de alguna manera, ellos mismos provocaron.
Como alumno primero, y luego como maestro, me he dado cuenta de que en la mayoría de las escuelas, colegios y a veces hasta en algunas universidades, rige soberana la ley de la selva. Existen alumnos que son convertidos en blanco del escarnio de sus compañeros. Estos alumnos no pueden o no quieren responder a la violencia con violencia. Hasta que un día cualquiera, algunos de ellos “revientan”, como sucedió en el caso que nos ocupa. Los psicólogos pueden certificar el cómo esta cotidiana e impune cacería escolar contra ciertos alumnos puede afectar sus personalidades. Desgraciadamente, en muchas ocasiones los maestros mercenarios (¿cómo llamar a un mestro que no se interesa por el bienestar de todos y cada uno de sus alumnos?) no se involucran y cierran los ojos, o peor aun, se convierten en cómplices de los agresores.
Por lo general, los alumnos agredidos poseen alguna o algunas características que los hacen destacarse del resto. Mayor sensibilidad, diferente capacidad de adaptación, pertenencia a etnia o estrato social diferente, valores religiosos o valores culturales diferentes, niveles de madurez o de inteligencia diferentes, todos pueden ser factores desencadenantes. ¿Por qué esta violencia que afecta a tantas personas potencialmente valiosas, no se considera violencia? ¿Por qué calificamos como “normal” la agresión contra quienes no participan de nuestro modo de ser?
Es terrible y muy lamentable la tragedia del Virginia Tech. Tan terrible y lamentable como puede ser la existencia de un criterio socialmente compartido con el cual decidimos sobre la violencia que es tolerable y la que no. Porque, a final de cuentas, ninguna forma de violencia beneficia al ser humano. Ninguna debe ser tolerada ni permitida.
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