México entero se encuentra
sumido en una etapa de profunda tiniebla moral. Las cúpulas de poder se
encuentran asociadas, en una especie de complicidad de mutuo beneficio. Muchos
políticos roban a manos llenas y a ojos vistas, con el mayor cinismo, con el
apoyo, protección e impunidad que les brindan sus camaradas de partido.
Por
otra parte, algunos miembros del más alto clero se dedican a vivir como
príncipes y a convivir con “faraones” como bien dijo el papa Francisco, sin
atender ni remediar las necesidades del pueblo, incluyendo el castigo judicial
de los curas pederastas. El poder político le tapa sus pecados al clero, y no
persigue de oficio a esos malhechores.
Eso sí, se proclaman cruzadas en favor
de la niñez, donde se hace ver que el peligro no son los curas pederastas, sino
las parejas con otra orientación sexual. Los curas pederastas “no son ningún
peligro para nuestros niños”, según esta visión profundamente hipócrita.
Por otra parte, México se
ha convertido en una gran fosa de cadáveres anónimos, ciudadanos que tenían
todo el derecho a ser protegidos por el Estado y que no lo fueron, por desidia,
o por una complicidad aún más siniestra.
A veces me pregunto si el
prodigio del Tepeyac ha quedado anulado por tanta maldad. ¿Han sido más fuertes
las tinieblas que la luz? A raíz de las apariciones de 1531, México parecía
ser una tierra destinada a ser bendecida por el cielo.
Surge una embajadora
celestial, María de Guadalupe. Y como haría en las bodas de Caná, María
le dice a quienes la escuchan: “Todo cuanto él os diga, (mi hijo) hacedlo”. Mi pregunta,
la pregunta que me inquieta, es la siguiente: hemos hecho danzas y fiestas
guadalupanas, pero ¿hemos hecho lo que Jesús pide en términos de amor,
honradez, justicia y equidad? ¿Cómo se puede lograr un país de bendición donde
reina la corrupción, la prepotencia, y el egoísmo?
Un cuerpo social
saludable implica la existencia de un cuerpo regido por el derecho y la
equidad. Así de simple. Una sociedad sana será aquélla donde todos sus miembros
estén orientados hacia el bien común, hacia el cual “jalen parejo”, tengan las
mismas oportunidades en base a un estado de derecho real y no ficticio, en base
a las propias capacidades.
Pero sabemos que
los mexicanos, en la práctica, somos verdaderamente alérgicos al concepto de
equidad. Todos anhelamos secretamente ser tratados de manera especial y ventajosa,
por encima de los derechos de los demás. Y para ello, hacemos trampa. Los casos
de corrupción pueden y suelen ocurrir, lo mismo entre las grandes constructoras
que entre la fila de clientes de un banco o una tortillería. La corrupción
implica “atajos” u “oportunidades” que violentan los derechos de terceros.
La verdadera
tragedia es que, como nación, México ha optado, no por el bien común, sino por el
beneficio personal por medio de “la maña”. Esto es lo que implica la cultura de
la corrupción. Una buena cantidad de funcionarios, sea en el mundo de la
política, la empresa, la religión, las artes, la cultura, los medios de comunicación, e
incluso la ciencia, no han llegado ahí por sus propios méritos y capacidades
profesionales, sino por su habilidad para simular, adular, tranzar, solapar e
incluso, para venderse.
No es que México
sea un país de mediocres. Por fortuna, hay muchísimo talento en México. Lo que
realmente sucede, es que en México, la mediocridad tomó el poder hace mucho
tiempo, usando la corrupción como estrategia.
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