La tauromaquia, “deporte” característico de la cultura hispano-árabe que heredamos en México, fue practicada por los musulmanes españoles como simple diversión. Se puede trazar el rejoneo y las principales suertes taurinas hasta la época medieval peninsular.
Pero antes que los musulmanes, la presencia romana aficionó a los iberos al espectáculo circense, donde el platillo principal era el derramamiento de sangre entre humanos o entre bestias y humanos.
Mientras que la bestia mata para comer o para defenderse, el “ser humano” es el único animal que puede matar por placer y diversión. Hay en esto algo muy depravado, muy enfermo. Los cavernícolas mataban para alimentarse. El hombre moderno se deleita morbosamente en matar con crueldad, se deleita en la tortura. Hay cosas que por naturaleza están mal, aunque cuenten con el consenso social. Ya podemos todos los habitantes del planeta decir que el cielo es verde, eso no cambiará la realidad.
Este artículo no se escribe para evitar las necesarias muertes de animales, sino para que se evite el dolor innecesario. Y sobre todo, para que se trate con respeto a todos los animales en general, pero sobre todo, a los que dan la vida por nuestro bienestar. En igualdad de circunstancias, los humanos obtendrían el reconocimiento de héroes. ¿Será que los animales no lo merecen, que les duelen menos los golpes, el aserrado del cuchillo, el repetido shock eléctrico, el destripamiento en vivo, la gasolina encendida en la piel, el cohetazo en el hocico o la tableta efervescente tragada a fuerza hasta reventar?
Nuestra cultura considera al animal un simple objeto carente de sentimientos, emociones y personalidad. Es un simple bien para el consumo o para la diversión hasta el abuso más sádico y aberrante que pudiera uno concebir. Eso habla de una gran insensibilidad, de una ausencia de contacto humano con la realidad de los seres que nos rodean. Vivimos en un mundo abstracto, donde la idea suple nuestra pobreza de experiencias vitales y que puede conviertir al ser humano en la peor de las bestias.
Pero antes que los musulmanes, la presencia romana aficionó a los iberos al espectáculo circense, donde el platillo principal era el derramamiento de sangre entre humanos o entre bestias y humanos.
Mientras que la bestia mata para comer o para defenderse, el “ser humano” es el único animal que puede matar por placer y diversión. Hay en esto algo muy depravado, muy enfermo. Los cavernícolas mataban para alimentarse. El hombre moderno se deleita morbosamente en matar con crueldad, se deleita en la tortura. Hay cosas que por naturaleza están mal, aunque cuenten con el consenso social. Ya podemos todos los habitantes del planeta decir que el cielo es verde, eso no cambiará la realidad.
Este artículo no se escribe para evitar las necesarias muertes de animales, sino para que se evite el dolor innecesario. Y sobre todo, para que se trate con respeto a todos los animales en general, pero sobre todo, a los que dan la vida por nuestro bienestar. En igualdad de circunstancias, los humanos obtendrían el reconocimiento de héroes. ¿Será que los animales no lo merecen, que les duelen menos los golpes, el aserrado del cuchillo, el repetido shock eléctrico, el destripamiento en vivo, la gasolina encendida en la piel, el cohetazo en el hocico o la tableta efervescente tragada a fuerza hasta reventar?
Nuestra cultura considera al animal un simple objeto carente de sentimientos, emociones y personalidad. Es un simple bien para el consumo o para la diversión hasta el abuso más sádico y aberrante que pudiera uno concebir. Eso habla de una gran insensibilidad, de una ausencia de contacto humano con la realidad de los seres que nos rodean. Vivimos en un mundo abstracto, donde la idea suple nuestra pobreza de experiencias vitales y que puede conviertir al ser humano en la peor de las bestias.
La maldad no solamente está en el acto abusivo, éste proviene del corazón de aquél que concibe el abuso. Si no enseñamos a nuestros hijos a respetar y a cuidar a los seres vivos como lo que son —seres vivos que sienten y padecen física y emocionalmente, como cualquier humano— entonces no nos sorprendamos de que esos hijos nuestros se transformen en los agresores del mañana, inmunes al dolor ajeno de animales y de personas por igual. Bastante miseria hay ya en el mundo como para que de manera voluntaria y totalmente injustificada, le añadamos más.
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