En el primer
artículo sobre este tema, mencionamos cómo el expansionismo del Imperio Mexica tenía en su
agenda la conquista a las naciones soberanas vecinas que resistían sus
pretensiones hegemónicas.
Revisamos
también la diferente lectura que los tlaxcaltecas hicieron de los “prodigios”
que antecedieron la llegada de los españoles, a los cuales combatieron
fieramente hasta que se convencieron de que Cortés y sus tercios eran aquellos
hombres a quienes sus dioses habían anunciado. Según estos oráculos, los
españoles llegaban para establecer un orden mayor. Los tlaxcaltecas entrarían
en él en pie de igualdad, se darían mutuamente en matrimonio, engendrarían una
nueva raza y acabarían con el odioso dominio de México Tenochtitlan.
Es verdaderamente
notable que —para bien o para mal— existan pueblos capaces de convertir sus
creencias en realidades. Sin querer entrar en una discusión providencialista,
sino más bien desde el ámbito del estudio de las mentalidades, diremos que los
tlaxcaltecas, al igual que los mexica, se tenían a sí mismos por pueblos
escogidos. Pero mientras que los oráculos mexica anunciaban la inminente caída
del Imperio, los presagios tlaxcaltecas anunciaban la supervivencia de su
nación al incorporarse a un orden político más amplio. Este nuevo orden
implicaba asimismo la creación de lazos de consanguinidad con aquellos que habrían
de llegar, mezclando las virtudes de ambos pueblos en uno solo. Un dato
importante que no debe pasar desapercibido es que los tlaxcaltecas creían que
dicha alianza sería fundamental para cambiar la balanza del poder militar que
prevalecía en 1519 en lo que ahora es el centro de México.
Sería fácil acusar
a los tlaxcaltecas de “reescribir su historia” desde el futuro, es decir, una
vez que ellos habían ya consumado la empresa de desmantelamiento del Imperio
Mexica al lado de los españoles. No lo podemos hacer porque ya en 1519 Bernal
Díaz del Castillo había escuchado el contenido del oráculo de propia voz de los
tlaxcaltecas, con gran “espanto” de su parte, como él mismo refiere. Y
suponiendo —sin conceder— que Bernal hubiese tomado por fuente el manuscrito de
Muñoz Camargo para la redacción de la Historia
verdadera de la conquista de la Nueva España a mediados del siglo XVI, aún
así Bernal, testigo fiel de lo que vio y oyó, menciona haberlo escuchado él
mismo en Tlaxcala junto con otros compañeros españoles, en 1519.
¿Se inventaron los
tlaxcaltecas una historia “sobrenatural” para lograr la alianza española en
1519, poco antes de la llegada de Cortés a Tlaxcala? Es posible, aunque no
probable. Algunos de los signos y prodigios precedentes a la llegada de los
españoles fueron documentados tanto por los mexica como por los tlaxcaltecas,
aunque con interpretaciones diferentes. La autoestima y la conducta de los
tlaxcaltecas durante la era colonial es muy consistente con la creencia de ser
un pueblo “especial” o “predestinado”. Esto no significa que no hubiera
resistencia al cambio en algunos. La historia de los niños mártires de Tlaxcala
ilustra claramente la tendencia de ciertos individuos a mantener la fe en los
antiguos dioses. Pero si hacemos una revisión sobre la historia de los iconos
católicos coloniales más reverenciados, veremos que los tlaxcaltecas están
directamente relacionados con el surgimiento, promoción y culto de muchos de
ellos. Así las prodigiosas apariciones del Santuario de Nuestra Señora de
Ocotlán (1541), Tlaxcala; San Juan de los Lagos, Jalisco; La Purísima y Nuestra
Señora del Roble, en Monterrey; el “Señor de Tlaxcala” en Bustamante, Nuevo
León; el “Señor de la Expiración” en Guadalupe, Nuevo León. Son devociones
tlaxcaltecas las de Nuestra Señora de los Dolores en Hualahuises, Nuevo León;
La Santa Cruz en Villaldama, Nuevo León; la de Nuestra Señora de Guadalupe en
Parras, Coahuila y la del “Señor Santiago” en Viesca, Coahuila.
La verdad es que
los tlaxcaltecas abrazaron voluntaria y sinceramente el catolicismo español con
la convicción de que entraban en el nuevo orden que se les había profetizado.
Era la religión de sus aliados europeos anunciados por los dioses ancestrales.
Sería la de ellos mismos y la del pueblo que habría de nacer de la unión de
ambos. Los tlaxcaltecas se percibían como conquistadores, no como conquistados.
Esta percepción llegó a ser particularmente cierta cuando cuatro grupos de
tlaxcaltecas —uno de cada señorío— salió a fundar colonias en el norte novohispano.
En 1591 el grupo de Tizatlán fundó —junto a la villa del Saltillo— el pueblo de
San Esteban de la Nueva Tlaxcala. En las capitulaciones firmadas ese año, el
virrey Luis de Velasco, segundo de este nombre, les confirmó para siempre el
estatus de conquistadores exentos de impuestos y alcabalas. A lo largo del
período colonial, otros virreyes y la Audiencia de Guadalajara les habrían de
confirmar sus privilegios originales a los tlaxcaltecas de San Esteban y a sus
descendientes establecidos en nuevas colonias.
Es
claro que los tlaxcaltecas en general y los tlaxcaltecas norteños en particular
nunca experimentaron el “trauma de conquista” que el inigualable Octavio Paz
atribuye a todos los indígenas vencidos y a sus descendientes. Los hijos de
Tlaxcala lucharon hombro con hombro al lado de españoles y mestizos para
defenderse, prevenir o castigar los ataques de los indígenas guerreros del
septentrión. Coahuila era una región “fronteriza”, una avanzada de la cultura
cristiana europea, criolla, mestiza y tlaxcalteca que padecía continuos ataques
de diversos grupos y etnias guerreras. Los españoles necesitaban a los
tlaxcaltecas, y éstos, a los españoles. En el norte, la alianza con la Corona
de Castilla estuvo vigente hasta el fin de la era virreinal.
Desde tiempos
inmemoriales, el sur de Coahuila constituía el ecosistema de multitud de grupos
nómadas y seminómadas. En el siglo xvi los
españoles agricultores, ganaderos y mineros entraron en contacto con los
grandes grupos indígenas conformados por “Guachichiles” en el Saltillo, y los
genéricamente denominados “Laguneros” de la Laguna de Parras (Mayrán) y Río de
las Nazas.
Con los españoles fueron llegando criollos, mestizos,
indígenas sedentarios tlaxcaltecas, mexicanos, michoacanos, otomíes, indígenas
locales, negros, mulatos y castas. De entre tantas etnias, las más numerosas,
fuertes, prominentes y prestigiadas socialmente fueron la española y la
tlaxcalteca, y ambas lograron configurar una sola mentalidad y cultura por un
largo proceso de contigüidad física, préstamos culturales, mestizaje e
interacción cotodiana.
Los españoles y los
tlaxcaltecas estaban libres de complejos. Era gente de armas, acostumbrada a
hablar llanamente, con toda libertad. Es muy probable que los rasgos del
norteño trabajador, franco y aguerrido procedan del secular ejercicio cotidiano
de las virtudes y libertades de ambos pueblos. Estos rasgos corresponden al
mestizaje cultural surgido de un fenómeno de larga duración. El tan conocido,
popular y delicioso pan de pulque del sur de Coahuila es un alimento mestizo
que se fabrica con los dos elementos característicos de las culturas madres: el
trigo español y el pulque tlaxcalteca. Muchos de los nahuatlismos que existen
en una ciudad tan joven como Torreón, llegaron —en gran medida— con los
descendientes regionales de ambas etnias.
Los tlaxcaltecas de
San Esteban (en Saltillo) fundaron nuevas poblaciones en Coahuila y en otros
lugares del septentrión novohispano. En 1598 comenzaron a poblar Parras junto
con algunas familias de indios laguneros y vecinos españoles con tanto éxito
que el pueblo de Santa María de las Parras logró configurar una boyante
economía vitivinícola con el reconocimiento y apoyo de la Corona española. Los
tlaxcaltecas de Parras llegaron a ser tantos que a principios del siglo xviii tuvieron que fundar el pueblo de
San José y Santiago del Álamo, conocido actualmente como Viesca, en Coahuila.
Desde ahí siguieron participando en la población de nuevos lugares, como
Matamoros o San Pedro, ambos en Coahuila, en los siglos xviii y xix.
En 1825, apenas a
cuatro años de consumada la independencia, el alcalde de Parras y de su partido
—que abarcaba la región de Parras y toda la Comarca Lagunera de Coahuila— decía
que aunque él no había nacido en esta región, no tenía empacho en reconocer que
sus habitantes eran
“…activos, enérgicos, intelectuales,
especulativos, profundos, empresarios, sobrios, fieles, sociales, patricios,
generosos, rectos, valerosos, y más que todo, religiosos.” (Ver Corona Páez, Censo y estadística de Parras (1825). Coedición
Universidad Iberoamericana Torreón e Instituto Municipal de Cultura de
Saltillo, Torreón, México, 2000).
En esta descripción
podemos reconocer las cualidades heredadas por igual de españoles y
tlaxcaltecas. Incluso los torreonenses, tan proclives como somos a pensar que
el espíritu de empresa, el carácter enérgico y activo, la generosidad y el
espíritu sociable y hospitalario nos llegó con los inmigrantes extranjeros de
finales del siglo xix, debemos
reconocer que esas cualidades estaban ya presentes y eran reconocidas en los
habitantes de la comarca a fines de la era colonial. No podemos inventarnos una
historia étnica, ni mucho menos cultural, libre de elementos indígenas o
mexicanos. Los laguneros tenemos un origen verdaderamente cosmopolita, y
nuestra región, ha sido desde finales del siglo XVI, un crisol étnico y
cultural.