Desde niño me ha sorprendido, siempre de manera renovada, la extraordinaria capacidad que tiene el ser humano para actuar de manera destructiva. Pareciera que no existe suficiente dolor en el mundo como para que el ser “humano” —en realidad, el menos humano de los seres que habitan nuestro planeta— añada más y más cada día. Ninguna otra especie ha afectado tan negativamente a otras especies, ni al ecosistema global, ni a la misma especie humana.
Uno tiene la impresión de que las personas no viven satisfechas si no se están agrediendo unas a otras, individualmente o en grupo. Y si no hubiera leyes que regularan y limitaran la conducta de los ciudadanos, esta agresión llegaría hasta el homicidio. Los casos de excepción, como son las ocupaciones de guerra y los estados de sitio, muestran claramente y al desnudo lo que la gente realmente trae en el corazón. Pensamos en los abusos, atropellos y asesinatos en Irak como botón de muestra.
El “ser humano” agrede con mayor saña a aquellos que se encuentran desprotegidos por las leyes. Pensemos si no en las mujeres, en los niños y en los animales. Así que, si uno realmente desea medir la valía real de una persona, observe cómo se comporta con los seres en indefensión. Cualquiera “respeta” (por temor, naturalmente) a los fuertes, a los que se pueden defender o tienen quién los defienda, y a los que están fuertemente protegidos por la ley. Mal les iría si no respetaran su integridad.
Pero quien se comporta con los más débiles como si fueran los más fuertes, aún en el caso de que la ley no los proteja, entonces ese es un ser humano de verdad, uno que vale la pena. Porque cualquiera puede agredir, pero no cualquiera sabe (ni quiere) respetar. El respeto es una de las formas que asume el amor.
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