Ayer 20 de noviembre en el Zócalo, el ciudadano Manuel Andrés López Obrador se autoprocalmó “presidente legítimo” de México, en una ceremonia que pretendió ser el equivalente de las que se celebran cada seis años en el Congreso de la Unión.
La fecha no fue escogida al azar, ya que el 20 de noviembre —en el imaginario de la historia oficial— representa la ocasión de celebrar el triunfo de los movimientos de arraigo popular.
Parece que López Obrador está llevando demasiado lejos sus actos de protesta. Desde su muy personal percepción, pareciera no poder distinguir entre lo puramente simbólico y lo real. Su “toma de posesión” no es ni podrá ser mas que éso, el acto puramente simbólico de un político que ha deteriorado gradualmente su imagen por su incapacidad para aceptar la adversidad en forma de derrota.
Lejos de reasumir la contienda como oposición, con lo cual resguardaría los principios de la vida política y la búsqueda del bien común, ha optado por tratar de crear la ilusión de una “verdadera” y “legítima” presidencia no institucional. Sin embargo, con todo y el público desprecio a las instituciones del país, espera que los legisladores perredistas sometan al Congreso sus iniciativas de ley, e incluso ya instruye al nuevo regente de la ciudad de México con disposiciones populistas emanadas de “su gobierno”.
Creemos que el ciudadano López Obrador debería serenarse de una buena vez, y optar por actuar como fuerza de oposición en el marco de la institucionalidad republicana. Aún tiene tiempo para llegar a la presidencia en buena lid. No hay lugar para caprichos ni berrinches, debería pensar en el bien de todos, como lo prometió. ¿O lo prometido no era en realidad un auténtico proyecto de vida, sino pura y vana demagogia?
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