Es
muy digno de mencionarse en la crónica de nuestra ciudad y región el segundo
lustro de los años cincuentas (1955-1960) por los fenómenos naturales que uno
tras otro se fueron sucediendo. Pareciera que las plagas bíblicas se hubieran
abatido sobre nuestra Comarca.
En
primer lugar, se dejó sentir una fuerte sequía que duró varios años y que
castigó de manera especial a los estados de Coahuila, Nuevo León, Zacatecas y
San Luis Potosí. En las entidades sureñas de los Estados Unidos se dejó sentir
el mismo fenómeno.
Era
la época en que la tierra estaba tan suelta que se levantaban inmensas
tolvaneras desde el lecho seco de la Laguna de Mayrán y anunciaban su llegada
con mucho tiempo de anticipación. Uno miraba hacia el oriente y se veía la
franja oscura y amenazadora en el horizonte. Y cuando llegaban a Torreón, estos
terregales eran tan fuertes y densos que parecían eclipsar al sol. Las casas se
oscurecían tanto que era necesario encender las luces. Recuerdo a una prima de
San Luis Potosí, de visita en Torreón, aterrorizada por una de estas
tolvaneras, por falta de costumbre. Para nosotros, laguneros, ya eran
habituales.
En
1956, la plaga del “pulgón” afectó muy seriamente los trigales de la región y
los cultivos de cebada, causando grandes daños a la economía. En 1957 hubo
nuevos brotes. Y a medida que la sequía continuaba, diezmando cultivos y
ganados, surgió otra plaga, la del “botijón” o larva de escarabajo. Y sobre
todas las demás, una que merece especial mención y cuyos primeros reportes
datan de junio de 1959.
Se
trataba de una invasión de millones de ratas de campo que, como surgidas de la
nada, cubrieron los campos de cultivo de la Comarca Lagunera. Calculan los
expertos de la época que la densidad de población de estos roedores llegaba a
dos mil animales por hectárea, y que las hectáreas comarcanas afectadas
llegaban a doscientas cincuenta mil.
Yo
recuerdo esta plaga muy bien, ya que mi familia solía ir a tomar nieve a Lerdo
los domingos, como lo hacían muchas otras familias torreonenses. Recuerdo que
al volver a nuestra ciudad, al cruzar el puente sobre el Nazas (plateado o
naranja) veía a muchos, realmente muchos de estos roedores caminando hacia
Torreón por los travesaños del puente. Era un espectáculo entre fascinante y
aterrador.
Los
agricultores de la región declaraban por aquel entonces que era tal la cantidad
de animales que, por las tardes y anocheceres, los campos parecían ondular,
como si tuvieran vida propia.
Y
aunque las autoridades no lo mencionaran ni apareciera este dato en los diarios
de la época, las ratas se encontraban también en la zona urbana de Torreón. Yo
vivía por entonces a dos cuadras del bosque “Venustiano Carranza”; la casa de
mis padres era muy amplia, y había dos o tres gatos domésticos como mascotas.
Pues bien, estos felinos daban cuenta, por las noches, de varios de estos
roedores. Lo sabíamos porque, en el patio interior, amanecían tiradas las colas
de las ratas devoradas por los mininos. Se trataba de ratas de campo, al
parecer muy apetecibles para los gatos.
Esta
plaga llegó a tener dimensiones apocalípticas, y arremetió contra prácticamente
todos los cultivos regionales. Algún chistoso de la época llegó a recomendar
que las damas se forraran las piernas con alambres de púas para evitar el
contacto de esos animales.
Las
autoridades tomaron cartas en el asunto y recomendaron la utilización de cebos
venenosos para acabar con las ratas. También se pensó en quemar los campos
infestados de fuera hacia dentro, y en el uso de las avionetas fumigadoras para
arrojar los cebos envenenados por los campos laguneros. También se sugería el
uso de lanzallamas. Finalmente se usaron los cebos venenosos, aunque causaron
un gran daño a otras especies, como ardillas, conejos, zarigüeyas, aves, topos
y hasta cerdos.
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