Durante la guerra de agresión estadounidense de 1847, de tan amarga memoria para México, el gobierno central mexicano cayó en la cuenta de que algunas regiones de la república no se habían solidarizado con una causa que debería haber sido nacional. Existen muchos testimonios que dan cuenta de que innumerables mexicanos pensaron que esa guerra era un mero asunto entre los Estados Unidos y la ciudad de México. En pocas palabras, un gran número de mexicanos tenían más identidad regional que nacional.
En vista de situación tan potencialmente peligrosa, los gobiernos liberales mexicanos posteriores a la caída de Maximiliano —los mismos que fortalecieron la autoridad del gobierno central por medio de la política, la economía, el ejército y la educación— consideraron pertinente la creación e impulso de un modelo historiográfico que incrementara el nacionalismo y la lealtad de los estados de la federación para con el centro del país. De esta premisa resultó una historia oficial y estandarizada, un discurso histórico que dio un papel protagónico a la ciudad de México a costa de las historias regionales.
Desde luego, esta resultó ser una “historia nacional” más ideológica que científica, particularmente por lo que se refería a la conquista y, en buena medida, al período colonial. Era un discurso que en retrospectiva hizo del Imperio de México-Tenochtitlan el mítico centro de nuestra “vida y orgullo nacional.” Esta pretensión, además de ser inexacta, constituyó un flagrante anacronismo. Cuando llegó Cortés en 1519, nuestro actual territorio estaba poblado por muchas naciones —soberanas o sometidas— que de inmemorial contaban con población sedentaria, tierras ancestrales, gobiernos, leyes y lenguas o dialectos propios. Sin duda alguna pensaríamos ahora que todas ellas tenían el derecho a la existencia y a la libertad.
En la parte norte de nuestro país existían los grupos llamados “chichimecas”, nómadas o seminómadas, con una configuración política y una relación espacial diferente a la de las naciones sedentarias. Es decir, para 1519 existía una enorme pluralidad de culturas, etnias, lenguas, naciones y grupos. Hacer del Imperio de México-Tenochtitlan el fundamento y paradigma de nuestra historia nacional antigua equivale a legitimar el imperialismo de una agresiva nación indígena a costa de aquellas que padecieron e incluso resistieron su militarismo.
Como todo imperialismo, el de los mexica era injusto, abusivo y muy odioso para quienes lo padecían. Debido al enorme poderío militar que éste desplegaba, solamente las vecinas naciones purépecha (tarascos) y tlaxcalteca pudieron resistir la máquina guerrera mexica.
De hecho, los cuatro reinos confederados de Tlaxcala (Tizatlán, Ocotelolco, Tepectípac y Quiahuiztlán) constituían una nación profundamente amante de su libertad, soberanía y costumbres. Por mantener su libertad, los tlaxcaltecas peleaban hasta la muerte. Es muy notable que pensaran que el orgullo y la nobleza del hombre consistía básicamente en la vida libre, exactamente como los alemanes entendían la libertad del “freiherr” o los vascos la del “hidalgo”. No entendían la nobleza de la sangre sin libertad y sin el correspondiente ejercicio de las armas. Consideraban preferible la muerte a la deshonra o la esclavitud. El caso del guerrero tlaxcalteca-otomí Tlahuicole, histórico o imaginario, ejemplificaba esta mentalidad.
Los mexica no estaban dispuestos a tolerar el espíritu independiente de los tlaxcaltecas ni sus consecuencias políticas. Trataron de debilitarlos para luego someterlos. Organizaron un gran bloqueo económico contra Tlaxcala y posteriormente acudieron a la estrategia de la guerra sistemática. Los gobernantes de México-Tenochtitlan mostraron con toda claridad su pretensión de someter por la guerra a los tlaxcltecas llegando hasta el genocidio si fuera necesario.
Quizá lo hubiesen logrado con el tiempo si las circunstancias no hubieran actuado a favor de los tlaxcaltecas. Ante la súbita irrupción de Cortés en 1519, el mundo indígena no pudo quedar indiferente.
Cuando las fuerzas de Cortés llegaron al territorio tlaxcalteca en 1519, los cuatro reyes confederados pensaron que se trataba de fuerzas aliadas de Moctezuma II dispuestas a cumplir sus amenazas de conquista. En consecuencia, les hicieron la guerra de manera feroz.
Los españoles, tras padecer varios enfrentamientos encarnizados, evaluaron la fuerza y el número de los guerreros tlaxcaltecas. Cortés optó por enviarles mensajeros de paz y alianza. Los cuatro reyes confederados, según nos lo refieren tanto el cronista Díaz del Castillo como el mestizo Muñoz Camargo, entendieron lo trascendental que sería para la defensa de los cuatro señoríos contra los mexica una eventual alianza hispano-tlaxcalteca. De hecho, los cuatro gobernantes fueron más allá: comenzaron a preguntarse si no serían estos guerreros blancos aquellos con quienes sus dioses ancestrales les dijeron que habrían de unirse y mestizarse:
Muñoz Camargo refiere lo que dijo el rey Xicoténcatl a los otros reyes de Tlaxcala en 1519:
“Ya sabéis, grandes y generosos Señores, si bien os acordáis, cómo tenemos de nuestra antigüedad como han de venir gentes de la parte de donde sale el sol, y que han de emparentar con nosotros, y que hemos de ser todos unos…Estos dioses u hombres, veamos lo que pretenden y quieren, porque las palabras con que nos saludan son de mucha amistad, y bien deben de saber de nuestros trabajos y continuas guerras, pues nos lo envían a decir.” Muñoz Camargo, Diego. “Historia de Tlaxcala”. Crónica del siglo XVI. Editorial Innovación. México. 1982. Libro II. Capítulo III. p. 85
De este mismo discurso da cuenta un asombrado Bernal Díaz del Castillo:
“También dijeron aquellos mismos caciques que sabían de sus antecesores que les había dicho un su ídolo en quien ellos tenían mucha devoción, que vendrían hombres de las partes de donde sale el sol y de lejanas tierras a los sojuzgar y señorear; que si somos nosotros, que holgarán de ello, que pues tan esforzados y buenos somos. Y cuando trataron las paces se les acordó de esto que les habían dicho sus ídolos, y que por aquella causa nos dan sus hijas, para tener parientes que les defiendan de los mexicanos. Y después que acabaron su razonamiento, todos quedamos espantados y decíamos si por ventura decían verdad.” Díaz del Castillo, Bernal. “Historia verdadera de la conquista de la Nueva España”. Editorial Porrúa. México. 1976. Capítulo LXXVIII (78). p. 135.
Es muy interesante que tanto los mexica como los tlaxcaltecas creyeran haber recibido avisos de sus deidades ancestrales. Pero mientras que los dioses mexica lloraban ante la inevitable aniquilación de sus guerreros, de su imperio y de su cultura expansionista, los dioses tlaxcaltecas anunciaban a su pueblo —no menos guerrero— una época de transformaciones, supervivencia, mestizaje y unidad política.
Los tlaxcaltecas defendieron su libertad y su honor nacionales peleando contra los españoles. Cuando éstos les ofrecieron una alianza que resultó ser estratégica para ambos bandos, lo consideraron con cuidado. Celebraron consejo sin desechar las voces de sus antiguas deidades. Fueron fieles a sí mismos. Los mexica deberían atenerse a las consecuencias de sus propias acciones imperialistas y pagar las resultados. Y esto no sólo de parte de los tlaxcaltecas, sino de todos aquellos pueblos que México-Tenochtitlan tenía sometidos. El imperialismo mexica cavó su propia tumba al generar un odio mortal en los pueblos que conquistó, humilló y sangró. Todos ellos se convirtieron en aliados de Cortés.
Cuando los historiadores oficiales crearon el mito de que la historia de la ciudad de México sería equiparable a la historia nacional, los tlaxcaltecas —de un plumazo— fueron considerados “traidores”. A la luz de lo que hemos tratado aquí, es evidente que una nación soberana no puede ser tildada de “traidora” por el simple hecho de que no se deje conquistar por otra. Defender su territorio, su gobierno y su cultura no es traición. Incluso se puede perder algo de autonomía (principio del mal menor) con el fin de salvar el orgullo nacional y la propia identidad. Este fue el precio que los tlaxcaltecas decidieron pagar. La alianza con los españoles los iba a convertir en una especie de estado aliado asociado, en una “autonomía” dentro del Imperio Español de los Austria. Su religión iba a cambiar. Pero ¿no era esto lo que les habían anunciado sus deidades? Como lo demostrarían a lo largo de la era virreinal, los tlaxcaltecas cambiarían para seguir siendo los mismos. Jamás padecerían del trauma de conquista, pues ellos siempre fueron —de Jure y de Facto— conquistadores, y muy particularmente en la Nueva Vizcaya.
El impacto de la cultura tlaxcalteca en el norte virreinal, de manera particular en lo que hoy llamamos Coahuila, fue enorme. Es bien sabido que Saltillo, Parras, Viesca y otras poblaciones coahuilenses tuvieron un altísimo porcentaje de colonos tlaxcaltecas. Ellos aportaron la cultura madre del mestizaje norteño, y configuraron, junto con los españoles, una mentalidad, una manera de ver la realidad, una actitud ante la vida que explica hasta la fecha la manera de ser de buena parte de los habitantes de estas regiones. Es algo de lo cual podemos estar profundamente orgullosos. Su herencia cultural sigue viva entre nosotros.