Escudo de Torreón

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jueves, agosto 22, 2013

El Café Meléndez en mi memoria





Uno de los primeros restaurantes a los que recuerdo haber concurrido durante mi remota infancia, fue el “Café Meléndez”. Probablemente porque era uno de los establecimientos situados al oriente de la ciudad, cuando la gran mayoría se encontraban en el poniente, en el centro de Torreón. 

Mis padres, al igual que otras familias como las del Ing. Valdés Muriel, los Rodríguez o los Campos, vivían por la cara oriental del Bosque Venustiano Carranza, vecinos al Colegio Cervantes. Y recuerdo que en ciertas ocasiones, cuando a mis padres les apetecía cenar fuera, particularmente comida mexicana, acudíamos precisamente al Café Meléndez.  No quedaba lejos de casa, se ubicaba en la “Calzada Vicente Guerrero” (Avenida Juárez) 2231 oriente. Es decir, entre las calles 22 y 23, casi frente a una gasolinera. 

En esa época, la salida de la ciudad hacia el oriente, para ir a Matamoros, o a Saltillo, era precisamente la avenida Juárez. Lo que actualmente es el Paseo de la Rosita, era prácticamente el límite de la ciudad, bordeada de pinabetes y sembradíos que tornaban extremadamente fresco el ambiente por la noche. Pero a lo que voy es a que, siendo la avenida Juárez la salida de la ciudad hacia el oriente, y cerca de una gasolinera, el Café Meléndez se encontraba muy bien ubicado. 

En la época de la que hablo (1950-1956) no existía el Boulevard Revolución, solamente las viejas vías del ferrocarril sobre el bordo característico que soporta el paso de los ferrocarriles.

El lugar, propiedad de la familia Meléndez, estaba decorado con motivos mexicanos, y al gusto de sus dueños. Recuerdo cobijas multicolores, pequeñas esculturas antropomorfas de cerámica pintada, máscaras, esculturas de piedra en estilo prehispánico, paisajes típicos y colores muy cálidos.


D. Carlos Obregón Meléndez


Por lo general, pedía siempre lo mismo: el caldillo de carne seca, el machacado con huevo. Desde luego, la oferta de platillos era muy variada: fritada de cabrito (era de los pocos lugares que vendía cabrito) mole, tamales, menudo, machacado que ya mencioné, machitos, tortillas de harina suculentas, huevos al gusto, particularmente los rancheros y toda clase de antojitos.

Al mediodía existía la posibilidad de pedir la comida corrida, si no iba uno particularmente interesado en alguno de aquéllos antojitos.
El Café Meléndez, de acuerdo a su propia publicidad, abrió el establecimiento durante el año de 1910. Por ese simple hecho, puede ser considerado uno de los “merenderos” o restaurantes más antiguos y que duraron más tiempo en servicio en Torreón.

En 1941, el Café Meléndez ofrecía “comida casera para viajeros”. En 1944 vendía antojitos mexicanos como machitos, manitas de puerco, cabrito, chiles rellenos, y “tacos estilo Meléndez” “frente a la plaza”. Suponemos que era la Plaza de Armas.

En ocasiones especiales como la Nochevieja o el 15 de septiembre, el establecimiento no cerraba sus puertas, recibía a su clientela durante toda la noche. Para esas “desveladas”. En 1954 el restaurante se encontraba ya situado en la avenida Juárez. En los años setenta, este café ofrecía audiciones musicales por las noches, para ambientar a los comensales. En estas ocasiones se presentaban personajes como el profesor Prócoro Castañeda al violín, o el profesor Marcelo Rodríguez al piano. El horario usual era de 8 a.m. a 11 p.m.

Con el tiempo, el Café Meléndez incluyó platillos que no eran de origen mexicano, pero que si tenían cierta demanda, como la paella y las hamburguesas estilo estadounidense.

La última ocasión en que el Café Meléndez desplegó su publicidad en los diarios, fue el 21 de septiembre de 1993, con motivo del Día del Restaurantero, evento promovido por la Cámara Nacional de la Industria de Restaurantes y Alimentos Condimentados.  

miércoles, agosto 14, 2013

El tiempo es oro

Archivo del Centro de Investigaciones Históricas de la Ibero Torreón


Una de las grandes dificultades que muchas veces impiden justipreciar el valor de la investigación histórica en algunas instituciones científicas o de educación superior en México, es que en ellas existe un enorme prejuicio sobre la naturaleza de dicha investigación y sobre su valor relativo. 

Es muy común que los científicos o académicos de estas instituciones —formados muchas veces en las “ciencias duras”— consideren que la investigación histórica es mero “rollo”, un “pasatiempo cultural”. Para ellos, este “pasatiempo” quizá pudiera redimirse con la edición de algunos libros con funciones puramente estéticas y/o de entretenimiento. Con esta visión no es de sorprender que se considere que la historiografía debería estar englobada en el bloque institucional de las “relaciones públicas” o de la “cultura”.

Solamente alguien que haya sido formado en las ciencias sociales y que conozca la complejidad de la naturaleza de las relaciones del ser humano en comunidad puede entender el valor de la Historia como ciencia. Esta complejidad básica se manifiesta en la existencia de múltiples culturas  en el espacio y en el tiempo, pero no se trata solamente de un problema de comprensión, sino de autodefinición, como pasaremos a mostrar. 

Un historiador científico está lejos de ser un anticuario, un ser humano que encuentra placer romántico en los restos materiales o en la representación del pasado. El historiador vive en el presente, investiga en el presente y escribe para los lectores del presente. Como la de cualquier científico, su actividad puede tener dos actitudes que se corresponden con sendas vertientes profesionales: la generación del conocimiento por el conocimiento (ciencia pura) y la generación del conocimiento con fines prácticos (ciencia aplicada). 

Hay científicos que profundizan en la teoría de la historiografía,  o que buscan generar explicaciones de fenómenos del pasado aunque no tengan una conexión inmediata con algún problema del presente. Estos historiadores pueden generar conocimientos de utilidad interdisciplinaria  y también para la educación de calidad. Después de todo, suponemos que una universidad debe contribuir al desarrollo de la sociedad generando nuevos conocimientos.

El segundo enfoque, que es el que abordo en este artículo, corresponde al historiador científico que —a partir de determinados problemas  del presente— busca explicaciones de fenómenos sociales del pasado que posibiliten la solución eficaz de dichos problemas. 

Los problemas sociales que nos afectan en la actualidad pueden ser crónicos y manifestarse en circunstancias y de maneras diferentes en cada generación. Usando una metáfora diremos que la sociedad es como un paciente, y el científico social es como el médico que lo atiende. Si el médico receta un paliativo para evitar los síntomas del enfermo, éste aparentemente sana, pero no tardará en presentar los mismos u otros síntomas, porque la enfermedad sigue oculta y sin diagnóstico. 

El historiador es el científico que debe investigar el pasado del paciente para detectar las manifestaciones pretéritas de la enfermedad. Esto le permitirá la elaboración de una historia clínica y de un diagnóstico a partir de la enfermedad (no de los síntomas), y la aplicación de una terapia tan eficaz como definitiva. 

Como podemos ver, hurgar en el pasado con esta actitud tiene el fin de resolver un problema del presente. Porque el historiador es un científico que vive en el presente para mejorar el presente y el futuro. Siguiendo la metáfora, la sola elaboración de análisis clínicos del paciente (recuento de glóbulos rojos, leucocitos, plaquetas, porcentajes de lípidos, glucosa, etc.) sin una historia clínica previa y sin un científico que interprete los análisis, equivale al uso de la estadística —mera herramienta— para diagnosticar problemas sociales. No se contaría con la perspectiva que permitiría situar e interpretar los resultados en el marco de una trayectoria dinámica, como un proceso de naturaleza cultural que hunde sus raíces en el pasado, nos afecta en el presente y se proyecta hacia el futuro.  

El tiempo es dinero... y, en un sentido muy real, sucede lo mismo con la historia: una adecuada inversión para la investigación científica de un fenómeno social en el tiempo, también es oro. Proporciona diagnósticos que abren el camino a soluciones reales. Evita los desembolsos recurrentes que solo sirven para mitigar síntomas (en el mejor de los casos). 

Escribir historia científica no es un pasatiempo de ancianos llenos de recuerdos, añoranzas o intereses políticos. Hacer historia es investigar para demostrar, con una metodología válida, cómo ciertos fenómenos de las sociedades del pasado impactan en las conductas o fenómenos sociales de nuestro presente, para bien o para mal. Los fenómenos históricos de larga duración condicionan y pueden comprometer el establecimiento de un desarrollo sustentable. ¿Cómo prometerle a nuestro paciente un futuro saludable a sabiendas de que solamente le curamos los síntomas del momento? 

Como decía al principio, también la autodefinición y las propias expectativas cuentan. En México, por desgracia, existe una cultura del “tercermundismo”. Muchas veces sucede que no nos consideramos capaces de generar conocimientos o tecnología como lo hace el “primer mundo”, ni contamos con presupuestos como los de las naciones que lo constituyen. Tal vez. Pero la investigación histórica científica la requiere hasta la nación más pobre con el objeto de entender por qué existen y cómo han evolucionado sus problemas económicos, sociales, religiosos, educativos, etc. hasta el día presente. Hecho esto, los problemas pueden resolverse con eficacia y sin dispendios. 

A la vista de la crisis múltiple que padecen México y otras naciones latinoamericanas, lo más económico es la eficacia. Time is money...

lunes, agosto 05, 2013

El trabajo, un valor lagunero



El País de La Laguna en el siglo XVIII


La llegada de los colonos españoles, criollos y de los grupos indígenas occidentalizados, particularmente de los tlaxcaltecas, al "País de La Laguna", marcó un cambio total en la percepción de la realidad del ser humano y de su entorno. La percepción de la realidad varía de acuerdo a las premisas del perceptor. Las relaciones que el sujeto establece con la realidad están culturalmente condicionadas. Porque, a final de cuentas, el perceptor es hijo de la sociedad que lo conforma, y actúa en consecuencia. 

Los colonos de finales del siglo XVI—que ciertamente llegaron para quedarse— establecieron relaciones nuevas con el entorno «lagunero», y ellos se convirtieron en los padres fundadores de nuestra cultura lagunera. El año de 1598 representa el simbólico parteaguas entre la gentilidad y la cristiandad, entre la prehistoria y la historia, entre la infinitud de los espacios y la formación de una comarca domesticada por el hombre y para el hombre. 1598 marca asimismo el inicio de un mestizaje biológico y cultural que perdura hasta el siglo XXI. 

Cuando los colonos españoles e indígenas mesoamericanos se establecieron en lo que ahora conocemos como Comarca Lagunera, la tierra y el agua fueron percibidos como medios de producción, y se convirtieron en bienes deseables en función de la producción agropecuaria que podían lograr con ellas. Se establecieron límites y linderos donde antes no existían. Los espacios libres se convirtieron en espacios culturalmente acotados. Lo mismo sucedió con los yacimientos argentíferos. 

Algunos españoles como Francisco de Urdiñola acumularon tierras y aguas realengas no tanto por su primaria capacidad productiva cuanto por su virtud para conferir prestigio social. Pero la gran mayoría de los habitantes españoles e indígenas de Parras pronto comprendieron que, a falta de riqueza mineral, el trabajo y el dinero invertido en un cultivo eminentemente comercial, como era el de la vid, podía redituar de una manera insospechada. Una pareja podía casarse, adquirir una casa con su mobiliario, mantener una docena de hijos y multiplicar el patrimonio familiar por diez si contaba con una o dos pequeñas huertas vitivinícolas. La suerte ya no jugaba un papel tan definitivo cuando el trabajo mismo era percibido y empleado como factor generador de riqueza. El trabajo comenzó a ser percibido como una actividad digna y deseable, adquirió valor social. 


El trabajo no mancillaba la dignidad de los hijosdalgo, ya fueran vascos o tlaxcaltecas. Con esta concepción del trabajo, los parrenses se adelantaron casi dos siglos a la real cédula de Carlos III de 18 de marzo de 1783, por la cual declaraba la «limpieza» legal de todos los oficios, es decir, que la nobleza y el trabajo, aunque fuera manual, eran compatibles.