Escudo de Torreón

Escudo de Torreón

lunes, abril 29, 2013

Nuevo artículo del Dr. Mikael Wolfe


Este nuevo artículo del Dr. Mikael Wolfe, examina la dinámica histórica que condujo al agotamiento y la contaminación intencionados de los recursos hıdricos subterráneos de México entre las décadas de 1930 y 1960. 

Mediante el estudio de caso de la paradigmática y árida región central del Norte, La Laguna, el artículo documenta cómo los ingenieros mexicanos advirtieron de los peligros del agotamiento acuífero al tiempo que se beneficiaron de las oportunidades de negocio que brindaba la ‘‘mexicanización’’ de la tecnología de extracción del agua subterránea por vía de la Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI): un conflicto de intereses que simbolizó la tensión entre el avance del conocimiento tecnocientífico sobre los procesos naturales y la formación del Estado capitalista en el México postrevolu- cionario. 

El argumento central es que esta contradicción insalvable originó la necesidad de conservar los acuíferos subterráneos, avalada por los expertos y oficialmente reconocida, muy cerca de lo imposible vis-a-vis con la demanda estatal, privada y popular del recurso, ya fuera alentada por la reforma agraria radical de Lázaro Cárdenas en la década de 1930—para la cual La Laguna sirvió como emblema— o posteriormente por la agricultura comercial.

El estudio del Dr. Wolfe fue seleccionado para "Estudios Mexicanos" Volumen 29. 

domingo, abril 28, 2013

Los viejos pobladores





Siempre existen sorpresas cuando uno se da a la tarea de efectuar recorridos de investigación documental por los archivos históricos, civiles, estatales o parroquiales. Uno encuentra los testimonios fundamentales que permiten la construcción de múltiples historias.
En este caso, se trata de la notaría parroquial del Santuario de Guadalupe de Torreón, en Juárez y Ramos Arizpe.

Su primer libro de matrimonios data de 1893, año en que Torreón fue elevado a la categoría de Villa con municipio y gobierno propios, y que en lo eclesiástico se correspondió con la creación de la parroquia.

El acta de matrimonio número dos, de fecha del 25 de agosto de 1893 (hace 120 años) corresponde al enlace entre Felipe Castañeda Sifuentes, originario “de aquí mismo”, de 33 años de edad. Esto significa que Felipe era un torreonense nacido en 1860, apenas a diez años de creado el Rancho del Torreón. Para 1893, llevaba algunos pocos años viviendo en El Tajito. La novia era María Ignacia Chavarría Olguín, también originaria y vecina de Torreón, de 18 años de edad. Su acta de bautismo se encuentra en Matamoros, Coahuila, como la de todos los torreonenses que tenían que acudir por los sacramentos a la cabecera parroquial, Nuestra Señora del Refugio, en Matamoros, población que fue la sede del poder municipal hasta 1893.

Por el acta de matrimonio, sabemos que los padres del novio eran Sóstenes Castañeda Martínez y María Maximiana Sifuentes, y los de la novia, Cruz Chavarría y Apolonia Olguín.

Precisamente la existencia de otros archivos, nos ha permitido rastrear la genealogía y procedencia de los padres de la pareja contrayente. En el caso del novio, su padre, Sóstenes Castañeda Martínez, había nacido en Mapimí en 1825, y era hijo de Salomé Castañeda y María Marcelina Martínez. La madre del novio, María Maximiana Sifuentes, nació en Avilés (frente a Lerdo, río Nazas de por medio, en la antigua Villa Juárez) en 1832.

En el caso de la novia, su padre era Cruz Chavarría, nacido en 1824 en La Concepción (ahora municipio de Torreón) y era hijo de Eustaquio Chavarría y Martha Josefa Banderas, según el acta matrimonial de 1893. Estaba casado con Apolonia Olguín, nacida en 1836 en La Concepción, hija de Victoriano Olguín y María Isidora Lomas. Cruz y Apolonia se habían casado el 24 de abril de 1854 en Viesca.

La casa y familia de Eustaquio Chavarría, abuelo paterno de la novia, aparecen empadronados en La Concepción, en el Censo de 1848. En dicho documento menciona que tiene 60 años de edad (nació en 1788, un año antes del inicio de la Revolución Francesa) y su esposa, abuela de la novia, aparece como Josefa Balderas, de 50 años de edad (nació en 1798).

Encontramos en la pareja formada por Felipe Castañeda Sifuentes y María Ignacia Chavarría Olguín, a los descendientes de familias laguneras de vieja prosapia. Un claro ejemplo de pobladores torreonenses que procedían de viejas familias laguneras, que es lo mismo que decir, de vieja cultura lagunera.

Pan y vino en el País de La Laguna






La historia de la gastronomía regional implica uno de los ejercicios de investigación documental más apasionantes que se puedan realizar: la localización, interpretación y reconstrucción de las recetas que usaron nuestros ancestros para la elaboración de sus platillos cotidianos y festivos. Esta clase de investigación se ubica entre las que solemos llamar “Estudios culturales”. Porque la gastronomía es una de las manifestaciones de la cultura de una población, o de una comarca.

El primer problema con que topa una investigación de esta naturaleza, se puede expresar por medio de una pregunta: ¿Existía en la Comarca Lagunera la cultura del recetario? Es decir: ¿existía la costumbre de poner por escrito los nombres y cantidades de los ingredientes y también los pasos necesarios para confeccionar uno o varios platillos?

Como investigador, este Cronista no ha encontrado evidencia de que existiera tal costumbre, al menos no en la Alcaldía Mayor de Parras del siglo XVIII (toda la Comarca Lagunera de Coahuila).
¿Cómo recuperar el arte y el gusto culinarios de una sociedad en una época dada si no se cuenta con recetarios? ¿Qué documentos pueden testimoniar el quehacer cotidiano o festivo de la culinaria del lugar, de la época y del estamento o clase social?

En nuestro caso, hemos abordado fuentes de carácter contable, que no tenían como objetivo proporcionar recetas, sino dar cuenta de lo que se gastaba en el servicio de templos y cofradías, particularmente en los días de fiesta. La minuciosa revisión de dichos libros y la comparación de sus asientos nos permitió obtener referencias de aquellos platillos y bebidas que se ofrecían a la concurrencia del Santuario y Cofradía de la virgen de Guadalupe de Parras con motivo de la fiesta de San Pedro Apóstol (28 de junio). Fue particularmente importante la revisión de los expedientes 143, 161 y 231 del fondo del Colegio de San Ignacio de Loyola (“Matheo y María”) del cual existe copia en el Centro de Investigaciones Históricas de la Universidad Iberoamericana Torreón, a mi cargo.

Se encontraron referencias de la existencia y consumo de los siguientes alimentos y bebidas:

Pan: molletes, marquesotes, bizcochos, rosquetes, soletas y puchas. Por lo que respecta a las bebidas: agua de canela, horchata, limón, agraz y chía; ponche (“punche”), vino (dulce), vino carlón añejo, aguardiente, aguardiente anisado, mistelas de canela, de limón y de anís; chocolate (“fino”).




Sabemos que entre las clases populares de las áreas rurales o suburbanas de la Comarca Lagunera del siglo XXI, sobrevive aún la costumbre de elaborar los “roscos” como una especie de pan que se ofrece a los concurrentes de las celebraciones religiosas, particularmente de las danzas. Sabemos también que esta es una vieja tradición que se remonta a una fecha mucho muy anterior a la fundación de la ciudad de Torreón. Puesto que la migración regional (Parras, Viesca, Mapimí, Cuencamé) fue especialmente significativa en los primeros cuarenta años de vida de Torreón, o porque la creación del municipio incluyó comunidades establecidas muchos años atrás con familias de esos orígenes, podemos fácilmente establecer el vínculo cultural entre las celebraciones coloniales de Parras, de Viesca y las fiestas populares de Torreón o de sus alrededores.

La reconstrucción de una receta a partir de las menciones de compras y gastos que año con año documentaba una iglesia, parroquia o cofradía a través de sus mayordomos, no es tarea fácil. Hubo que vaciar en fichas toda referencia a cada platillo, tal y como aparecía año tras año por un largo período. Así, sabemos que para el marquesote a veces se compraba harina y otras veces almidón, y también huevos, azúcar, manteca y papel para los moldes. Pero ¿se usaba harina integral o refinada blanca? Sabemos que la grasa que los comarcanos usaban en el siglo XVIII para la cocina era la manteca de puerco. Es decir, aunque obtengamos las proporciones de los ingredientes que cada receta requería, aún quedaba un cierto margen de incertidumbre.

Precisamente en esto consiste el ejercicio de investigación e interpretación: buscar los contextos culturales de la época, fuentes y fuentes alternas, para disminuir el nivel de incertidumbre en la interpretación. Así que este proceso de búsqueda generó otros diferentes procesos de investigación.

El marquesote se sigue fabricando en La Comarca Lagunera después de 300 años, y que la función que actualmente posee es, generalmente, la de servir de cama al helado o como base de pastel envinado. Esta función es muy congruente con la que tenía en las fiestas religiosas virreinales, ya que entonces se acompañaba con chocolate caliente y servía para sopear. Exactamente lo mismo sucedía con los “rosquetes”, que se servían con vino dulce para mojar el pan y comerlo. Es decir, se trataba de un tipo de repostería que servía de “base”, “vehículo” o “complemento” para otros alimentos líquidos. A los concurrentes no se les daban platos ni vasos “desechables”, tomaban piezas de marquesote o rosco para empaparlos en chocolate o vino. Quizá por esta razón eran algo “resecos”, para que la estructura del pan pudiera resistir el baño líquido sin desmoronarse.

Algunas de las recetas tradicionales del marquesote incluyen ingredientes muy similares a los que tenemos registrados. La comparación entre las recetas y sus componentes documentados nos dan pistas que reducen al mínimo el nivel de incertidumbre interpretativa.

En el caso de las mistelas (los cocteles etílicos de aquella época) resultó mucho más sencillo, puesto que existen documentos que describen los ingredientes y los procesos de elaboración.

Después de todo, reconstruir un platillo sin tener una receta equivale a la reconstrucción de un crimen sin que exista de por medio una confesión. El proceso mental de búsqueda de rastros o de evidencias que nos den una visión de conjunto se asimila perfectamente al proceso de historiar. Solo que reconstruir recetas a partir de manuscritos contables del siglo XVIII resulta mucho más divertido e integrador.

El marquesote.

De acuerdo a las referencias documentales del siglo XVIII, la pasta básica del marquesote que se fabricaba en Parras llevaba:
2 kilos de harina y/o almidón
200 grs. de azúcar
200 grs. de manteca (de puerco)
Huevos (enteros)
1 pizca de sal.

Para el gusto de los laguneros del siglo XXI, el pan que resulta de esta receta es algo reseco y algo insípido. Pero no olvidemos que esta clase de pan iba siempre acompañada del chocolate caliente, o del vino. El uso masivo de jarros, tenedores y cucharas no era usual, así que en un acto público con muchos invitados, los comensales sopeaban.

Al revisar las recetas modernas del marquesote, encontramos algunas que continúan usando los mismos ingredientes. Para la elaboración del producto final de nuestra investigación, tuvimos en cuenta que —por lo que se refiere a pan dulce— la manteca de puerco ya no goza de aceptación, y que el gusto moderno difícilmente aprobaría un pan de consistencia rica, pero sin sabor. La equivalencia de la mezcla de harina y almidón de trigo la obtuvimos con la mezcla de harina blanca de trigo y harina de maíz.

Los cocteles

La Alcaldía Mayor de Santa María de las Parras contaba con una cultura del vino muy arraigada desde el siglo XVII. Siendo la mayor y más importante zona productora de vinos y aguardientes legítimos de uva en la Nueva España, tenía que ser así.

Los cocteles llamados “mistelas” eran muy populares. No estaban prohibidos porque sus ingredientes etílicos procedían de los aguardientes puros de uva.

Su recreación para el siglo XXI es muy sencilla y hasta simple. Basta con preparar limonada, agua de canela, u horchata mucho muy dulces, y añadirles cubitos de hielo y un chorrito de aguardiente de orujo. El sabor demasiado dulce de la bebida queda rebajado con el agua del hielo y con el orujo. De cualquier manera, para nuestro gusto contemporáneo, son cócteles dulces que se integran bien con el sabor del orujo (marc o grappa).

viernes, abril 26, 2013

La antigua "moreleada"



Hoy recuerdo algunas cosas que solían suceder los domingos en ese Torreón que se esfumó y que ya no existe más. Para los niños en general, las mañanas de los domingos solían ser de función de matinée. Películas infantiles, y no tan infantiles, en las carteleras de los cines.

Pero había que ir bien “boleado”, es decir, con los zapatos bien lustrados. Solía suceder que las mañanas de los domingos, temprano, pasaban por las casas, para ofrecer sus servicios, los “boleros” o lustradores de calzado. La mayoría de las veces eran niños o adolescentes. Otras veces, eran adultos. La tarifa era siempre la misma: un peso “de aquéllos” que desaparecieron en 1993, por cada par de zapatos. Así que se le entregaban todos los zapatos de la familia. El bolero se instalaba en la puerta de la casa, o apenas en la entrada.

Luego estaba la misa, ordinariamente en familia. Pero a mí me tocaba “chaperonear” a mi hermana mayor, así que yo la acompañaba, con su novio (esposo desde hace bastantes años), a la ceremonia religiosa dominical. Y aunque el latín comenzaba a parecerme atractivo, las misas resultaban larguísimas y muy aburridas.

Luego, cumplido “el deber con Dios”, seguían los deberes, o placeres, sociales. Uno se iba a “Morelear”, es decir, a dar vueltas por la avenida Morelos, coche tras coche, a vuelta de rueda, para saludar a todos los conocidos y conocidas que transitaban por ese paseo. El sol brillaba radiante, y la gente siempre se veía confiada, alegre, libre, sonriente. El paseo llegaba hasta la alameda, y la rodeaba por la calle Donato Guerra, donde se encontraba la “inefable” “Botana”. Muchos de los coches se estacionaban ahí en batería, para ser atendidos por los meseros que llevaban tarros de cerveza y los platos de botana (bocadillos). Paella, alubias, calamares eran las más frecuentes.

A la hora de la comida, uno se encontraba a los paseantes de “la Morelos” en los principales restaurantes de la ciudad. El Apolo Palacio, La Americana, Doña Julia, Los Corrales, La Copa de Leche, Los Globos, Los Sauces, Los Farolitos, La Majada, Patio Alameda, El Campestre, etc.

El Apolo Palacio era uno de los lugares más distinguidos, un sitio con mucha tradición. Su fundador fue don Jorge Lambros Lagos, quien el 13 de mayo de 1933, lo estableció bajo la razón social de “Apolo”, Café y Nevería. Se encontraba ubicado, ya desde entonces en la céntrica calle Valdés Carrillo, que es la calle que delimita al poniente a nuestra Plaza de Armas, apenas a unos metros frente a lo que fuera el Casino de La Laguna.

Su vocación como restaurante surgió pronto, pues ya en 1935 el “Apolo” ofrecía comidas corridas por un peso. El menú que ofrecía por ese precio el viernes 21 de junio de ese año, consistía en sopa a la española, o consomé de pollo; filete de pescado empanizado o riñones lionesa; guisado de ternera a la romana, hamburguesa a la criolla, chuleta de ternera o de carnero, a la parrilla. Además, papas a la alemana, ensalada de lechuga y tomate, frijoles refritos. De postre, arroz con leche, o helado al gusto (Apolo especial de fresa, chocolate, vainilla, piña, naranja, mango o limón). Café, té o leche.

Don Jorge Lambros Lagos murió el 26 de octubre de 1980. Lamentablemente, su obra, el Apolo Palacio no le sobrevivió mucho tiempo, si acaso, seis años más.

Cuando uno salía de comer los domingos, ordinariamente era para ir al cine. Los tradicionales y mejor equipados eran el Nazas y el Torreón, con permanencia voluntaria. Pero los domingos, nadie repetía función. Salía uno ya anocheciendo, para volver a la “moreleada” es decir, para dar vueltas en el paseo de la avenida Morelos, o bien, para pasear por las aceras de esa avenida, al son de la serenata que brindaba la banda municipal que tocaba en el kiosco de la Plaza de Armas.


miércoles, abril 24, 2013

Empate en el TSM





Hoy se llevó a cabo el juego de ida de la final de fútbol de la Liga de Campeones de la Concacaf en el Territorio Santos Modelo (TSM) de Torreón. Los equipos finalistas participantes son los Rayados del Monterrey, contra los guerreros del Santos-Laguna. Los resultados: empate cero a cero.

El juego de vuelta y gran final Concacaf se jugará el día primero de mayo en Monterrey. El vencedor de este torneo, irá a jugar al Mundial de Clubes en Marruecos, a fines de este mismo año. 

El cartel que ilustra este artículo, de la autoría de nuestro buen amigo  César Orona, con su oración a “San Felipe Baloy, haz que ganemos hoy”. 

martes, abril 23, 2013

Libro digital de la Ibero Torreón, gratis.




En este Día Internacional del Libro, la Universidad Iberoamericana Torreón te regala una copia digital formato PDF de "El País de La Laguna. Impacto de la cultura Hispano-Tlaxcalteca en la forja de la Comarca Lagunera". 

http://sitio.lag.uia.mx/publico/seccionesuialaguna/vidauniversitaria/investigacioneshistoricas/ArcHistorico/loborampante/El_País_de_La_Laguna.pdf



CORONA PÁEZ, Sergio A. El país de la Laguna. Impacto hispano-traxcalteca en la forja de la Comarca Lagunera. Torreón (Coahuila): Parque España de La Laguna, Club Deportivo Hispano-Lagunero, Consejería de Trabajo de la Embajada de España en México, Grupo Peñoles, Grupo Soriana, Grupo Modelo y Sanatorio Español, 2011 (segunda edición).161 págs. ISBN: 968-5162-30-1.


Sergio Antonio Corona Páez es un investigador riguroso que nos tiene acostumbrados a estudios históricos profundos y documentados. Su magnífico libro sobre la vitivinicultura en Santa María de las Parras[1], fruto de su tesis doctoral, es un claro ejemplo de ello. El autor acude a las fuentes primarias disponibles para obtener una información original, bien argumentada y con una sólida base histórica.

El caso del libro que aquí nos ocupa no es en absoluto una excepción. El autor demuestra un gran dominio de las fuentes locales (y no sólo) y el trasfondo histórico es tan sólido como de costumbre. Sin embargo, podemos considerar una virtud de especial valía en este libro: su intento de aproximación cultural, de tintes antropológicos, nos acerca a una visión más social, más directa sobre los pobladores históricos de La Laguna (de Coahuila y de Durango, en México). Se trata, evidentemente, de un libro de historia (su autor es historiador y no podría haber sido de otro modo); sin embargo, podríamos decir casi sin ambages que se trata de un libro de historia cultural.

Otro aspecto importante es el hecho de que se trate, en esta ocasión, de una segunda edición (la primera fue publicada también en Torreón por la Universidad Iberoamericana en 2006). Agotada la primera edición, esta viene a reemplazarla atendiendo al interés todavía existente por el libro. Y un detalle que parece venir a respaldar esta afirmación es la unión de las diferentes entidades que aparecen como editoras (siete, nada menos) para publicar de nuevo el libro.

Tras distintos prólogos institucionales correspondientes tanto a la segunda edición como a reproducciones de los de la primera, el libro, que se divide en siete capítulos, se inicia con una introducción sobre el origen y la configuración cultural del territorio. Uno de los principales ejes de la explicación de Corona Páez alrededor de La Laguna es su afirmación de que nos encontramos ante una construcción cultural, y no meramente geográfica. El territorio ha sido construido, nombrado y pensado por sus habitantes. Y ello nos habla de cultura tanto como de historia. Así, y si bien lo que hoy es el núcleo conurbado es –como el mismo autor sostiene- relativamente reciente (siglo XIX, especialmente), como entidad política y administrativa de la Nueva Vizcaya la zona cuenta con una historia de mucha más duración y que se remonta al siglo XVI.

El recorrido histórico que el autor lleva a cabo por la concepción del territorio desde el punto de vista de sus habitantes nos lleva a plantear, principalmente, dos protagonistas: los colonos españoles y los tlaxcaltecas; los cuales, si bien no son los únicos actores, sí que toman, a lo largo del discurso, roles claramente protagónicos (y a ambos dedica el autor, separadamente, un capítulo específico).

Llama la atención, como decía más arriba, el lenguaje del historiador en su análisis, cuando sus puntos de referencia son casi en todo momento los conceptos de “cultura” –muy principalmente- o “valores”, cosa que nos lleva a cumplir uno de los –en mi opinión- objetivos del autor al redactar su obra: la interdisciplinariedad; o más bien, el intento de evitar planteamientos estáticos o reduccionistas que limiten la historia a una consecución de hechos y que la alejen del origen y del pensamiento de aquellos que la forjaron. De la cultura, en definitiva.

El libro es de fácil lectura. El autor ha planteado una obra asequible para un público amplio, sin renunciar al rigor (las anotaciones a pie de página siguen siendo muchas y recurrentes, pero están agrupadas al final, al igual que los apéndices complementarios). En este sentido, el libro tiene la pretensión de llegar a la gente; y muy especialmente a los laguneros y laguneras de a pie, a quienes se les brinda su propia historia vista desde los ojos de la cultura, intentando que sea, así, un instrumento para observar y analizar el presente.


Dr. F. Xavier Medina
Antropólogo
Universitat Oberta de Catalunya (UOC)
Barcelona



[1] Corona Páez, Sergio A. La vitivinicultura en Santa María de las Parras. Producciónde vinos, vinagres y aguadientes bajo el paradigma andaluz (siglos XVI y XVIII). Torreón, Ayuntamiento de Torreón, 2004. 






El Santos Laguna, de nuevo en la final de Concacaf





Mañana miércoles 24 de abril, se llevará a cabo el juego de ida de la final de futbol de la Liga de Campeones de la Concacaf en el Territorio Santos Modelo (TSM) de Torreón. Los equipos finalistas serán los Rayados del Monterrey, contra los guerreros del Santos-Laguna. 

El juego de vuelta y gran final Concacaf se jugará el día primero de mayo en Monterrey. El vencedor de este torneo, irá a jugar al Mundial de Clubes en Marruecos, a fines de este mismo año.  

Desde el punto de vista de los guerreros del Santos-Laguna, se trata de la revancha, ya que hace un año, los Rayados vencieron al Santos-Laguna en una final muy comentada, con goles de Suazo. 

Los Rayados del Monterrey tienen ya dos años como representante de la Concacaf en el Mundial de Clubes. Es tiempo de que esa representación le corresponda al Santos-Laguna. 



domingo, abril 21, 2013

La Laguna: unidad geopolítica, religiosa, social y económica desde el siglo XVI



En marzo de 2007, se dio a conocer que diputados federales presen-taban un proyecto de reforma constitucional que abriría la posibili-dad de configuración de La Laguna como un nuevo estado de la fe-deración.

Para muchas personas, sobre todo desde la óptica saltillense y duranguense, La Laguna de Coahuila y de Durango constituyen dos territorios “separatistas” que “inexplicable y tercamente” tratan de unirse. Es decir, intencionalmente se  interpreta como un fenómeno de separatismo y se le califica como algo “pretencioso” e indeseable, casi un acto de traición a los estados madre de Coahuila y Durango.

Saltillo y Monclova cargan ya con el trauma de la separación de Texas cuando ésta era parte de Coahuila y aquéllas sus capitales, por lo cual hablar de secesión de parte del territorio estatal les enerva.

Sin embargo, sobre La laguna, la historia real, documental (no politizada) nos da una perspectiva muy diferente. La Comarca Lagunera fue arbitrariamente separada en dos por el monarca Carlos III al final de su reinado. Una parte se quedó en la Nueva Vizcaya, y la otra fue añadida a Coahuila, que en esa época era solamente la parte centro y norte del estado actual.





La Laguna, según mapa de Lafora de 1771



Es decir, El País de La Laguna, como era conocido, conformaba una región integral que fue arbitrariamente separada durante el último tercio del siglo XVIII. En la actualidad, La Laguna constituye una sola comarca dividida en dos jurisdicciones que buscan reunirse tras haber sido separadas en el pasado. No se trata de dos regiones separatistas que buscan configurar la unidad por vez primera.

En efecto, desde 1594 la región era conocida como “Provincia” o “País” de La Laguna”. El 6 de abril de ese año, Felipe II permitió a los jesuitas pasar a evangelizar dicha “provincia” (la palabra se usaba en el sentido de región).

En 1598, con la fundación de Parras, esta percepción se formalizó al erigir la Alcaldía Mayor de “Parras, Laguna y Río de las Nazas”. Antón Martín Zapata fue el primer Justicia Mayor de dicha jurisdicción.

Las misiones Jesuitas de esta provincia y Alcaldía Mayor incluían Mapimí, San Juan de Casta (León Guzmán), Cinco Señores (Nazas) y muchísimas otras poblaciones de La Comarca. Esta provincia o Alcaldía Mayor se ubicaba en la Gobernación de la Nueva Vizcaya.

Por si fuera poco lo anterior, al unirse por matrimonio las familias de los marqueses de Aguayo y la de los condes de San Pedro del Álamo durante el primer tercio del siglo XVIII, las posesiones de ambas familias prácticamente coincidieron con lo que llamamos Comarca Lagunera de Coahuila y Durango. La administración de la producción agropecuaria de toda la región se llevó a cabo de manera unitaria e integral durante casi un siglo. Pasaban trabajadores con sus familias de uno a otro punto, y se configuraron lazos y redes de parentesco en toda esta área.

No fue sino hasta la reforma jurisdiccional y creación de la Comandancia de las Provincias Internas que la parte de la Comarca Lagunera ubicada al oriente del Río Nazas fue incorporada a la Provincia de Coahuila (1787).

Recapitulando: bajo la perspectiva histórica, las dos Comarcas laguneras no son dos regiones que tratan de separarse y unirse por capricho, sino dos regiones que jamás han perdido su sentido de identidad y de unidad.

Los cubiertos de mesa en La Laguna y Saltillo Virreinales







Los tenedores, cuchillos, cucharas, saleros, platos, todos ellos son artefactos con funciones específicas. Estas funciones han correspondido siempre a las necesidades sentidas por sus dueños o usuarios. Estas necesidades han sido muy diversas entre sí, como evitar el contacto directo con la comida (por higiene) o la necesidad de prestigio social mediante el uso de artefactos hechos ad hoc para el acto de comer y que las clases influyentes pusieron “de moda” en diversas épocas y lugares.

El mero uso de estos objetos podía constituir per se un mensaje de “cosmopolitismo”, “poder” y “distinción social”. Pero también es verdad que el material de que estaban hechos y su ornamentación —los detalles accidentales, no esenciales— generaban o reforzaban dichos mensajes. No era lo mismo usar cucharas de madera o metal común que usarlas de plata. Comer en platos o escudillas de madera o barro no significaba socialmente lo mismo que cuando se usaban piezas de porcelana china o de plata.

Los enormes recursos de la Nueva España —particularmente los argentíferos— dotaron a la inmensa mayoría de la población con la posibilidad de contar con servicios de mesa de plata, de acuerdo a las posibilidades de ingresos y generación de excedentes de cada familia o individuo. Sin duda alguna, la plata es el metal mexicano por excelencia, como lo fue para la Nueva España.

En el septentrión del virreinato se ubicaba la Gobernación o Reino de la Nueva Vizcaya, cuyo enorme territorio superaba en cien mil kilómetros cuadrados la actual superficie de España. Durante 200 años comprendió en su jurisdicción lo que ahora son los estados mexicanos de Durango, Chihuahua, Sonora, Sinaloa y el sur del estado de Coahuila. Los inventarios que se utilizaron para este artículo corresponden al sur de Coahuila en los siglos XVII y XVIII, particularmente lo que fueron la villa de Santiago del Saltillo (ahora capital del estado) y el pueblo de Santa María de las Parras.

Como en el resto de la Nueva España, en la Nueva Vizcaya del siglo XVII la posesión de servicios de mesa respondía a la necesidad percibida de contar con artefactos de uso individual para contener y manipular los alimentos preparados, particularmente para el momento de su consumo. La cuchara era el artefacto que se usaba para transportar los alimentos entre el plato u otro recipiente, y la boca. Su uso y difusión en la Nueva Vizcaya fue anterior a la del tenedor. Ahora bien —como mencionamos anteriormente— el hecho de que tales objetos pudieran estar hechos de cerámica, metales comunes o de plata, sugiere diferentes lecturas.

Los inventarios levantados en 1663 en la hacienda de San Juan Bautista de los González, en Saltillo, propiedad de Juan González de Paredes y de María de Olea,  muestran que, por lo que se refiere a servicio de mesa, había solamente objetos de plata: un plato grande, otro plato; dos tembladeras y algunas cucharas pequeñas. En otro inventario levantado en la misma hacienda en 1665, se consigna el peso de estos artefactos:  nueve marcos y seis onzas de plata labrada, es decir, dos kilos y doscientos cuarenta y dos gramos.

Puede decirse que para los habitantes de la Nueva España en general, la plata era símbolo de prestigio social (nobleza) y de riqueza, además de constituir un excedente con valor metálico de fácil intercambio. En San Juan Bautista, el valor suntuario y el práctico se amalgamaban en el servicio de la mesa.  Notamos que los objetos descritos conformaban el “ajuar básico”: los platos para servir la comida; las tembladeras, que eran recipientes anchos, redondos, con base y con dos asas a los lados, que servían para contener alimentos líquidos en la mesa. Encontramos también las cucharas, pequeñas en este caso. Puesto que son raras las piezas de platería civil novohispana del siglo XVII que han sobrevivido el paso del tiempo, y porque por lo general proceden del centro de lo que hoy es México, no deja de ser interesante contar al menos con la descripción de las piezas de esta platería civil en el Septentrión Novohispano, y que por cierto, no eran piezas difíciles de encontrar.



Notamos también que el ajuar de San Juan Bautista era para dos personas, seguramente para don Juan y para su mujer, doña María.  En su testamento, aquél dice poseer menaje de plata en su casa de la villa, aparte de los objetos descritos.

En el Saltillo, como en otras partes, la plata  y los objetos elaborados con ella se clasificaban siempre con criterios fiscales.  La plata del diezmo era la que pagaba de impuesto sólo un 10% de su valor, por estar en posesión del minero (reconocido como tal) que la produjo.  La plata de un minero pagaba, pues, menos impuestos.  Si el minero la vendía, esta plata cambiaba de estatus y se convertía en plata de rescate y para fines taxativos, pagaba un 20% de su valor (un quinto).  La plata quintada era aquella que ya había pagado el impuesto del quinto, y se le ponía la marca que lo evidenciaba.

Desde el punto de vista de la relación entre artefactos e inventarios, estas distinciones, son interesantes en cuanto nos dan cuenta de algo más que su valor intrínseco o función.  La plata del diezmo sólo puede aparecer en el inventario de un minero.  Así aparece designada una parte de la plata del capitán Domingo de la Fuente, poblador, encomendero, comerciante y vecino y miembro del gobierno de la villa del Saltillo. En la enumeración de los bienes del presbítero don Pedro de la Cerda, no se le designa explícitamente por su nombre, pero fue inventariada aparte de la plata quintada y de la de rescate; y en ese caso estamos ante la figura de un presbítero-minero, nada extraño en aquella época y lugar.

La totalidad de la plata que se menciona en la hacienda de San Juan Bautista es designada como “plata labrada del rescate”, lo cual implica, en primer lugar, que don Juan González no era minero productor de ese metal; en segundo lugar, que los objetos manufacturados (plata labrada) fueron adquiridos por compra y aún no estaban quintados. Por lo que se refiere al servicio de mesa, San Juan Bautista contaba con los mismos artefactos que solía haber en las “mesas hidalgas” del Saltillo del siglo XVII. Platos, tembladeras, cucharas, aunque desde luego, su uso era privilegio de los señores de la casa. Llama la atención que no hay referencia alguna a los tenedores en ninguno de los inventarios saltillenses del siglo XVII incluidos en la muestra.

En casa del ya mencionado Capitán Domingo de la Fuente encontramos en 1646 el menaje de plata labrada, que consistía en un plato, una tembladera grande, otras cuatro tembladeras “normales”; un salero, otro medio salero; dos cucharas y una cucharita.

En 1651, en casa del cura beneficiado del Saltillo, don Pedro de la Cerda, encontramos la mayor cantidad y diversidad de cubiertos de mesa de plata: tres platones, tres tembladeras, dos jarros (uno de ellos grande), tres saleros, una taza, siete platillos, siete cucharas, unas cucharillas, un cucharón. Había además un barquillo aovado y tres veneras.  Tan sólo en servicio de mesa de plata, el beneficiado poseía 46 kilogramos del metal precioso.
En casa del capitán Nicolás de Asco, en Parras (1690) encontramos “un salero de plata que pesó dos marcos”, es decir, casi medio kilo (460 gramos).

Contrastando con lo anterior, María de Herrera, quien era descendiente de conquistadores y pobladores venidos a menos, no poseía más plata que una cajita de polvos, y la tenía empeñada en seis reales (equivalentes a 75 centavos de peso).

Sin pretender contar con una muestra saltillense estadísticamente completa desde el punto de vista cuantitativo —las casas de un hacendado-encomendero, un capitán-encomendero-comerciante y un cura beneficiado— consideramos que, dadas las coincidencias, es bastante representativa, sobre todo al contrastar con los dos vecinos de Parras que se mencionan: el capitán Nicolás de Asco (siglo XVII) y don Pablo José Pérez (siglo XVIII).

A inicios del último tercio del siglo XVIII, don Pablo José Pérez era vecino de Santa María de las Parras, cosechero español o criollo, miembro “del comercio” y mayordomo de la Cofradía del Santo Ecce Homo que se veneraba en el santuario de nuestra Señora de Guadalupe de dicho pueblo.  Era dueño de una casa con su tienda anexa ubicada en la céntrica Calle Real o de Guanajuato, y en su mesa —como sucedía en cualquier casa acomodada de la Nueva España— se comía con platos y cubiertos de plata. En este caso, se trataba de objetos que totalizaban un peso de 18 marcos de plata menos una onza, esto es, 3 kilos con 910 gramos. Se trataba de 4 platos, 10 cucharas, 10 tenedores, un salero y un vasito, valuados en $107 pesos de la época. Don Pablo José era propietario de dos pequeñas viñas llamadas “del Escultor” y de “la Orilla del Agua.” A partir del inventario de su servicio de mesa, podemos concluir que los tenedores ya eran artefactos de uso común en la Parras de la segunda mitad del siglo XVIII.

En los inventarios de la hacienda de San Juan Bautista de los González no se menciona ningún plato de loza, por lo que suponemos que la gente de servicio no los utilizaba, a pesar de que consta que en los comercios del Saltillo en esa época se vendían platos de barro de la Puebla. 


Plato de Talavera de Puebla, siglo XVIII


La loza poblana (Talavera novohispana) era bastante popular en las mesas de los habitantes de la Nueva Vizcaya en los siglos XVII y XVIII. En la sucesión hereditaria del Capitán Nicolás de Asco, en 1690 en Parras, encontramos “dos dozenas de platos y dos de escudillas de la Puebla...”.  En el inventario levantado en la casa y tienda de los Pérez Medina en Parras en los meses de junio-julio de 1773, se contaban entre los “efectos de tienda” “seis docenas y dos platos de Talabera a quatro rr(eale)s dozena”. Hoy en día, un plato de aquéllos sería el orgullo de cualquier coleccionista de antigüedades del mundo. Según leemos, en Parras se vendían por apenas cincuenta centavos de peso mexicano la docena, es decir, aproximadamente 1/24 de euro. 

Las familias que gozaban de títulos de Castilla y una renta apropiada, mandaban hacer sus vajillas de porcelana a China, poniendo cuidado de que se representaran en ellos las armas familiares.

viernes, abril 12, 2013

El general Francisco Javier Aguilar González



El embajador Aguilar González en la legación mexicana de Francia, 
que no contaba con sistema de calefacción central



La señora Graciela Gaxiola Aguilar, quien actualmente reside en Suiza, es nieta del General Francisco Javier Aguilar González, e hija mayor del General Radamés Gaxiola Andrade, quien fuera el comandante del Escuadrón 201 durante la Segunda Guerra Mundial, y de Da. Graciela Aguilar de Ona. 

Doña Graciela Gaxiola estuvo casada con el señor A.Testa, por eso se le conoce bajo el nombre de Graciela Testa.

Su abuelo materno, el General Francisco Javier Aguilar González, murió el 17 de Marzo de 1972 y su abuela, el 23 de Agosto de 1990. 

Estas personas son de interés para nuestra crónica, por varias razones. La madre del general Aguilar González, era hermana de la madre de don Francisco I. Madero, prócer de la Revolución Mexicana. Se trataba pues, de una González-Treviño. El general y don Francisco I. Madero eran primos hermanos, por sus respectivas madres. Francisco Javier Aguilar González participó en la lucha revolucionaria. Posteriormente destacó como diplomático en varios países, particularmente en Francia, donde su presencia salvó miles de vidas, al decir de doña Graciela Gaxiola de Testa.

El general Aguilar González es bastante conocido en relación al asunto de la llamada “maleta mexicana”, una serie de fotografías inéditas tomadas durante la Guerra Civil Española, y que duraron largo tiempo guardadas en una maleta y custodiadas por la familia. 

Sin embargo, un asunto que interesa mucho a la señora Testa, es el papel de enorme importancia que jugó su abuelo como embajador en la Francia de la era de Vichy y de la ocupación de Francia por Alemania. 

Las anécdotas del general-embajador demuestran que se trataba de una persona resuelta y muy franca, hasta llegar a la audacia. Se dice que le espetó –en su misma cara- al Jefe de Estado Francés, Mariscal Phillipe Pétain, que sería recordado como uno de los mayores traidores de la historia de Francia, como efectivamente sucedió. 

Otra anécdota que demuestra el arrojo del general Aguilar González, tuvo por escenario la Francia ocupada. Un grupo de refugiados españoles y judíos llegó a la embajada de México a solicitar asilo, mismo que les concedió el embajador en nombre de México. Poco después arribó un grupo de oficiales nazis a exigirle al embajador que les entregara los refugiados. Con extrema dignidad y aplomo, el general-embajador simplemente les contestó que mientras ondeara la bandera mexicana en el edificio, se encontraban en territorio mexicano (México era en ese momento país neutral) y que sin su consentimiento, no entraría al edificio ni el mismísimo Adolfo Hitler. Los oficiales se retiraron. Pero el embajador, receloso de que volvieran con más tropas, se llevó a los refugiados al puerto de Marsella, donde los embarcó a todos con destino a México. 

General Aguilar González 

Por lo general, se le atribuye al cónsul general de México en Francia, don Gilberto Bosques, la autoría de todas estas acciones humanitarias a favor de los refugiados, olvidando al general Aguilar González. Argumenta doña Graciela Gaxiola Aguilar de Testa, que por fuerza un cónsul no puede actuar de manera independiente de su correspondiente embajador. No le quita méritos a don Gilberto Bosques, pero hay que admitir –dice- que un cónsul tiene rango inferior al de un embajador, y si el cónsul actuó a favor de los necesitados de refugio político en Francia, fue porque su correspondiente embajador –su superior jerárquico- mantenía esa política de salvamento. 

martes, abril 09, 2013

"Tentaciones " coloniales: tabaco y chocolate



Tabaco de Veracruz



Como es bien sabido, la mayor parte de las poblaciones coloniales del sur de Coahuila, entonces pertenecientes al Reino o Gobernación de la Nueva Vizcaya, fueron fundadas a finales del siglo XVI, tanto las villas, con la mayoría española, como los pueblos con indios de diversos grupos étnicos, principalmente laguneros y tlaxcaltecas.

Lo aislado de la  región  y la influencia interracial acababaron por conformar por estos rumbos una cultura original, que pudiéramos —por analogía— llamar mestiza.

Para mediados del siglo XVIII, este fenómeno era ya claramente perceptible. Los testimonios documentales nos muestran que los productos de uso cotidiano más populares y más consumidos —con base al número de unidades, lo cual no necesariamente implica un mayor volumen monetario— eran de origen indígena, a saber, el tabaco y el chocolate. 

Un interesante manuscrito del siglo XVIII conservado en el Colegio de San Ignacio de Loyola en Parras (copia en el Archivo Histórico de la UIA-Laguna) contiene un libro de cuentas de mostrador correspondiente al año del Señor de 1766. Este era llevado por el tendero de aquella población, para auxiliarse en sus operaciones comerciales.

El expediente en cuestión consiste de una serie de hojas en las que cada página fechada contiene la cuenta de un cliente, enumerando además los artículos que ha sacado de fiado y la cantidad que debe o abona.

De esta manera, podemos conocer el consumo relativo por cliente, su valor en pesos y reales, la naturaleza de las mercancías vendidas y muchos detalles más relacionados con los compradores: su posición social, sus oficios, sus hábitos de consumo y su capacidad adquisitiva, así como muchos otros aspectos de la cotidianidad del siglo dieciocho.

Por este documento sabemos que el tendero era distribuidor  no sólo de bienes tales como textiles, mercería, comestibles, aguardientes, tabacos, ropa, blancos, sino también proveedor de servicios como el de barbería, y todo por el sistema de crédito.

Pero, como mencionaba más arriba, los artículos de uso cotidiano más codiciados y consumidos eran el tabaco y el chocolate. El tabaco era un producto totalmente americano, cuyo uso quedó consignado en multitud de escritos y crónicas indígenas y novohispanas del siglo XVI, como los de Fr.  Bernardino de Sahagún y de Diego Muñoz Camargo. Estos autores nos muestran cómo el tabaco, llamado por los indígenas picietl, servía tanto como planta de uso litúrgico, es decir, en las ceremonias religiosas prehispánicas, como de estimulante corporal, ya que se declara que masticando el picietl los indígenas obtenían un mayor esfuerzo en sus tareas cotidianas.

El tabaco, que también se fumaba antes de la conquista en pipas o carrizos, admitía sus variantes regionales; así, en las Antillas, se fumaba por la nariz y no por la boca.  El Emperador Moctezuma II tenía por costumbre fumar en pipa una mezcla de picietl y liquidámbar después de comer.

El cultivo, y no sólo el consumo del picitel en el norte de la Nueva España, lo encontramos presente desde los siglos XVI y XVII.  Era uno de los regalos que los indios indómitos gustaban  recibir de manos de los colonos y conquistadores.  Algunos hacendados y encomenderos norteños lo sembraban para uso de sus propios indios encomendados o para el comercio con las poblaciones mineras de Zacatecas, ya que se cotizaba a buen precio.

Tras la conquista del sur de la Nueva España y la colonización del norte o septentrión, no sólo no desaparecieron estos hábitos tradicionales indígenas, sino antes bien, comenzaron a ser imitados por mestizos y españoles.  En los viejos documentos de poblaciones de blancos colonizadas por los tlaxcaltecas, es muy notorio cómo los primeros consumidores de tabaco eran exclusivamente indígenas.

Veamos un ejemplo: en la villa del Saltillo, en la primera mitad del siglo XVII (exactamente en junio de 1646) encontramos que el Capitán Domingo de la Fuente tenía en existencia en su tienda cuatro manojos de tabaco de Papantla y una arroba (once kilos y medio) encostalada.

En el libro de memoria de tienda del Capitán encontramos que los clientes para el tabaco eran los tlaxcaltecos Francisco Baltazar (que debía para esas fechas el importe de nada menos que 57 kilos y medio de tabaco) y Diego González, hijo de Ventura, que debía otro tanto.  

Para la época que estamos tratando —mediados del siglo XVIII— el tabaco ya no era un artículo consumido exclusivamente por los indígenas, sino que la población entera, por decirlo así y sin pretender hiperbolizar, lo fumaba.  Sólo que en las cuentas de la tiendas ya no se habla de manojos ni costales, sino de cigarros.  Y se envolvían no con hojas secas de maíz, sino con papel.

Así, encontramos que en el pueblo de Parras consumían cigarros desde el Padre Párroco hasta el tonelero. En el caso del tonelero (Parras era un pueblo con una gran industria vitivinícola) sabemos que debía dos pesos de cigarros.  Don Adamasio Adriano debía sieto pesos. Juana María debía un peso.  Alberto Martínez, cinco reales (62 centavos y medio); Juan María Mancha, un real (12 centavos y medio); el Padre Don Juan Guerrero, un peso.

De esta manera, podemos afirmar con seguridad que el hábito de fumar cigarros de tabaco envueltos en papel era ya muy común entre la población blanca, mestiza e india de la Región Lagunera desde 1766, por lo menos, y que ha continuado existiendo ininterrumpidamente hasta nuestros días.

Desde luego, los parrenses nunca se tuvieron por viciosos, ni tenían por qué hacerlo, ya que su sociedad no condenaba ni sancionaba el acto de fumar. Era socialmente aceptable y aceptado. El mismísimo juez eclesiástico, que conocía y decidía de vitae et moribus, de la recta forma de vida y de las costumbres, es decir, el Párroco, era uno de los principales fumadores del pueblo.

El estrés, la discusión y la problemática en torno al cáncer y los enfisemas, la separación de los recintos entre fumadores y no fumadores, la culpa generada por el vicio compulsivo, todos ellos son contemporáneos nuestros, y no de los despreocupados y alegres fumadores neovizcaínos.



Y para hablar del chocolate, diremos que el libro de cuentas de mostrador del tendero de Santa María de las Parras , el mismo al que nos hemos referido anteriormente, le servía para llevar registro de sus operaciones comerciales, las cuales se basaban en el sistema de crédito y, por lo tanto, en el registro minucioso de ventas, artículos, precios y cantidades. Este libro nos muestra los consumos de sus clientes para un periodo dado del año de 1766.

Uno de los mejores clientes del establecimiento era don Damasio Adriano  —a juzgar por el nombre y el don seguramente tlaxcalteca— y en su cuenta se nos hace constar que gastaba, entre otras cosas, la misma cantidad de dinero en cigarros (siete pesos) que en chocolate (siete pesos por siete libras del dulce).

Desde nuestra época de continua inflación  resulta interesante constatar que el precio del chocolate en 1766 seguía siendo el mismo que tenía en 1625; la libra —equivalente a 460 gramos— de este alimento seguía costando un peso.  Este precio era relativamente alto ya que en una misma localidad la libra de chocolate costaba lo mismo que dos carneros.  Esta comparación nos da la pauta de su valor relativo: si en la actualidad medio kilogramo de chocolate nos costara lo mismo que dos carneros, muy poca gente podría comerlo.




Doña Juana María, según cuentas de don Alejandro Barragán, consumía menores cantidades de cigarros (dos pesos) y de chocolate (otros dos pesos) que don Damasio Adriano, aunque ciertamente en la misma proporción que éste, un peso de cigarros por cada peso de chocolate.

En la cuenta correspondiente a Alberto Martínez encontramos un consumo de medio real de chocolate (28.7 gramos) y cinco reales de cigarros. Don Juan Guerrero compró una libra de chocolate (un peso) y ocho reales de cigarros (otro peso). Don Juan López consumió en esas mismas fechas doce pesos de chocolate y de cigarros, y aunque no se especifica la proporción de uno y de otro, podemos inferir por lo ya visto que sería más o menos similar  a la de los otros clientes.

Desde luego, no podemos generalizar y decir que absolutamente todo mundo tomaba chocolate.  Las cuentas muestran que algunos compraban cigarros, mas no chocolate; otros lo hacían a la inversa; otros, en cambio, preferían el aguardiente (en Parras se fabricaba un excelente aguardiente de orujo).

Lo interesante de todo esto radica en que, partir de las cantidades de dinero representadas en cada registro individual, podemos concluir que en Parras el chocolate era consumido por todas las clases sociales. Se podía comprar desde medio real (6 centavos y fracción, a crédito). Se observa que mientras mayor era el poder adquisitivo del individuo, mayor era el consumo del chocolate. Es decir, parece haber una correlación positiva entre el ingreso y el consumo de chocolate.

Otra cosa en la que debemos hacer hincapié es en que don Alejandro Barragán vendía chocolate, eso es, una mezcla ya hecha de los ingredientes que lo constituían, listo para tomarse en casa con agua o leche.  En otros lugares de la Nueva Vizcaya, como en la Villa de Santiago del Saltillo, se podían comprar —en tiendas o con mercaderes itinerantes— el cacao, el azúcar y la canela para fabricar el chocolate, o bien las tabletas de chocolate ya preparado .
En el Saltillo del siglo XVIII —población con la que Parras tenía un intenso comercio— los insumos a la venta para la elaboración del chocolate eran tres: el cacao, el azúcar (generalmente morena o de la variedad que llamaban chancaca) y canela. Estos ingredientes eran  molidos y mezclados en caliente en un metate , artefacto que no faltaba en ninguna casa, por humilde que fuera    Era una receta austera, aunque bastante popular.

Es por todos conocido que el chocolate no siempre se tomó igual, y que el gusto marcadamente sencillo de los novohispanos de lo que ahora es el sur de Coahuila no necesariamente coincidía con la sofisticación y variedad de ingredientes que utilizaban los habitantes meridionales de la Nueva España.  En realidad, el consumo y preparación de este alimento fue sufriendo un proceso de transculturación, de innovación, de mestizaje culinario y occidentalización muy activo a partir de 1519.

Una vez consumada la conquista de la Ciudad de México, los españoles peninsulares y novohispanos comenzaron a experimentar las posibilidades de la bebida, ideando diversas recetas, tanto para fines de consumo local como de comercio trasatlántico, particularmente con España, Italia y Flandes, donde pronto el chocolate fue apreciado y consumido. Los enlaces dinásticos de la rama española de la Casa de Austria pueden explicar en gran medida la difusión de la bebida desde las clases altas europeas.

Thomas Gage, viajero inglés del siglo XVII que visitó la Nueva España y que dio a la prensa en 1648 su obra intitulada  “The English-American or a New Survey of the West Indies” (Los Angloamericanos o nuevo reconocimiento de las Indias Occidentales) era un fanático del chocolate, como él mismo nos lo relata.

Gage nos da información sobre las recetas del chocolate que tanto le satisfacía, y cuáles eran los hábitos de consumo en la parte que conoció de lo que hoy es México. Y a pesar de que Gage habla en retrospectiva como un súbdito inglés y puritano ex católico que realiza labores de inteligencia en favor de una nación codiciosa y de que él percibe a la Nueva España como lugar de abundancias diabólicas, su testimonio no deja de ser interesante.  

Gage nos dice que el ingrediente básico y esencial era el cacao, oscuro o claro.  Nos dice —si hemos de creerle, que razón para dudar no hay— que algunos le ponían pimienta negra y otros chile.  Entraba en su composición, además, azúcar blanca, canela, clavo, anís, almendras avellanas, zapote, agua de azhar, almizcle, vainilla y achiote (este último para darle color).

Aunque en su origen esta mezcla de ingredientes pudo tener fines medicinales, la verdad es que Gage nos dice que estos componentes eran habituales, variando la receta sólo de acuerdo al gusto particular de cada quien.

La canela —al decir del inglés— era tenida como el mejor de todos los ingredientes que entraban en la composición del chocolate, y nadie la excluía.

Resulta sumamente extraño para los consumidores del siglo XX pensar en una bebida de chocolate picante, combinación de sabores que subsiste en el mole  .  Los chiles que podía llevar podían ser de una de cuatro variedades: piquín, tornachile, chilchotes o el chilpaleguas, este último ni muy dulce ni muy picante, siendo por ello el más usado.

En cuanto a la manera de tomarlo —según el relato del viajero— ésta variaba.  En la ciudad de México lo bebían caliente con atole y revuelto con molinillo.  Por esta noticia podemos rastrear la receta del popular champurrado.

La manera más común de preparación, siempre según Gage, era disolver una o dos pastillas de chocolate en agua caliente, batiendo con el molinillo; luego se le ponía azúcar —la necesaria— y se acompañaba con dulces o mazapanes.

Otros lo tomaban hervido en agua. En cambio, muchos indios lo tomaban frío, en agua.

El inglés enamorado de esta bebida mexicana nos relata que cuando escribió su libro llevaba doce años de consumir chocolate constantemente, y solía tomar una jícara  temprano por la mañana; otra antes de comer (entre 9 y 10 de la mañana); otra una o dos horas después de comer y una última entre 4 y 5 de la tarde.  A veces tomaba una adicional cuando deseaba estudiar por la noche ya que, según él, le mantenía despierto y fresco. 

Por todo lo anteriormente referido podemos afirmar que no existió una receta única para la fabricación y consumo del chocolate; ya que la activa experimentación del siglo XVI y XVII lo hizo evolucionar desde el ámbito de la vida cotidiana indígena, pasando por la terapéutica criolla, hasta el de la gastronomía. Mundial.

Podemos aseverar con seguridad que la receta típica del siglo XVIII para el sur de lo que ahora es Coahuila era muy sencilla: cacao, azúcar, canela, y una verdadera y deleitosa pasión por su consumo, totalmente ajena al inhibidor conteo moderno de calorías o carbohidratos, de medidas o de tallas.  En nuestro mundo moderno hemos perdido hasta la inocencia de los pequeños vicios.